Sunday, February 26, 2012

¡¡MARIO VARGAS LLOSA-EL PARAÍSO EN LA OTRA ESQUINA!!

VII. Noticias del Perú Roanne y Saint-Étienne, junio de 1844


El cielo estaba lleno de estrellas y corría una brisa veraniega impregnada de
aromas la noche que Flora llegó a Roanne, procedente de Lyon, el 14 de junio de 1844.
Permaneció desvelada en su pensión, observando por la ventana el firmamento lleno de
luceros, pero pensando todo el tiempo en Eléonore Blanc, la obrerita de Lyon con la que
se había encariñado. Si todas las mujeres pobres tuvieran la energía, la inteligencia y la
sensibilidad de esa muchacha, la revolución sería cosa de meses. Con Eléonore, el comité
de la Unión Obrera funcionaría a la perfección y sería el motor de la gran alianza de
trabajadores en todo el sur de Francia.
Echabas de menos a aquella chiquilla, Florita. Hubieras querido, en esta noche
tranquila y estrellada de Roanne, abrazada y sentir su cuerpo delgadito, como lo sentiste
el día que fuiste a buscada a su miserable casucha de la rue Luzerne, y la encontraste
llorando.
—¿Qué te ocurre, hija mía? ¿Por qué lloras? —Temo no ser lo bastante fuerte y
hábil para hacer todo lo que usted espera de mí, señora.
Oyéndola hablar así, transida de emoción, viendo la ternura y reverencia con que
la contemplaba, Flora tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse a llorar, también.
La estrechó en sus brazos y la besó en la frente y las mejillas. El marido de Eléonore, un
obrero tintorero de manos manchadas, no comprendía nada:
—Eléonore dice que en estas semanas usted le ha enseñado más que todo lo que
ha vivido hasta ahora. ¡Y, en vez de alegrarse, llora! ¡Quién lo entiende!
Pobre muchachita, casada con semejante bobo. ¿También ella sería destruida por
el matrimonio? No, tú te encargarías de protegerla y de salvada, Andaluza: Imaginó una
nueva forma de relación entre las personas, en la sociedad renovada gracias a la Unión
Obrera. El matrimonio actual, esa compraventa de mujeres, habría sido reemplazado por
alianzas libres. Las parejas se unirían porque se amaban y tenían fines comunes, y, a la
menor desavenencia, se separarían de manera amistosa. El sexo no tendría el carácter
dominante que mostraba incluso en la concepción de los falansterios de Fourier; estaría
tamizado, embridado, por el amor a la humanidad. Los deseos serían menos egoístas,
pues las parejas consagrarían buena parte de su ternura a los demás, a la mejora de la
vida común. En esa sociedad, tú y Eléonore podrían vivir juntas y amarse, como madre e
hija, o como dos hermanas, o amantes, unidas por el ideal y la solidaridad hacia el
prójimo. Y esta relación no tendría el sesgo excluyente y egoísta que tuvieron tus
amores con Olympia —por eso los cortaste, renunciando a la única experiencia sexual
placentera de tu vida, Florita—; por el contrario, se sustentaría en el amor compartido
por la justicia y la acción social.
A la mañana siguiente comenzó a trabajar en Roanne, desde muy temprano. El
periodista Auguste Guyard, liberal y católico, pero admirador de Flora, cuyos libros
sobre el Perú y sobre Inglaterra había comentado con entusiasmo, le tenía organizadas
dos reuniones con grupos de unos treinta obreros cada uno. No resultaron muy exitosas.
Comparados con los despiertos e inquietos canutos lioneses, qué resignados parecían los
roanneses. Pero, después de visitar tres fábricas de paños de algodón —la gran industria
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local, que empleaba cuatro mil obreros—, Flora quedó sorprendida de que, dadas las
condiciones en que trabajaban, estos infelices no fueran todavía más rústicos.
Su peor experiencia la tuvo en los talleres de paños de un ex obrero, monsieur
Cherpin, convertido ahora en uno de los capitalistas más ricos de la región y explotador
de sus antiguos hermanos. Alto, fuerte, velludo, vulgar, de maneras brutales y un olor de
axilas que mareaba, la recibió mirándola burlonamente, de arriba abajo, sin disimular el
desdén que le inspiraba, a él, un triunfador, una mujercita abocada a la innecesaria
redención de la humanidad.
—¿Está usted segura de que quiere bajar allí? —le señalaba la
entrada al sótano que era el taller—. Se arrepentirá, se lo advierto.
—Hablaremos después, señor Cherpin. —Si es que sale viva —lanzó él
una carcajada.
Ochenta desdichados se apiñaban, en tres hileras apretadas de telares, en una
cueva asfixiante, donde era imposible estar de pie por lo bajo del techo, ni moverse
debido al hacinamiento. Una cueva de ratas, Andaluza. Sintió que se iba a desmayar. El
vaho ardiente del horno, la pestilencia y el ruido ensordecedor de los ochenta telares
operando simultáneamente, la marearon. Apenas podía formular preguntas a esos seres
semidesnudos, sucios, esqueléticos, encorvados sobre los telares, muchos de los cuales
apenas la entendían porque sólo hablaban la jerga burguiñona. Un mundo de fantasmas,
de aparecidos, de muertos vivientes. Trabajaban de cinco de la madrugada a nueve de la
noche y ganaban, los hombres, dos francos diarios, las mujeres ochenta centavos, y los
niños, hasta los catorce años, cincuenta centavos. Retornó a la superficie empapada de
transpiración, las sienes oprimidas y el corazón acelerado, percibiendo clarito en su
pecho el frío del huésped incómodo. Monsieur Cherpin le alcanzó un vaso de agua,
riéndose siempre con obscenidad.
—Se lo advertí; no es un lugar para una señora decente, madame Tristán.
Haciendo esfuerzos por guardar la compostura, Madame—la—Colere silabeó:
—Usted, que comenzó como obrero tejedor, ¿cree justo hacer trabajar a sus
prójimos en Dios, en semejantes condiciones? Este taller es peor que todos los
chiqueros que he conocido.
—Debe ser justo, cuando cada madrugada se agolpan aquí decenas de hombres y
mujeres implorándome que les dé trabajo —se ufanó monsieur Cherpin—. Compadece
usted a unos privilegiados, madame. Si les pagara más, se lo gastarían en las tabernas,
emborrachándose con ese vinazo que los vuelve idiotas. Usted no los conoce. Yo sí,
precisamente porque fui uno de ellos.
Al día siguiente, luego de una jornada extenuante repartiendo ejemplares de la
edición popular de La Unión Obrera en las librerías de Roanne, y de visitar otras dos
fábricas de paños igual de infernales que la de monsieur Cherpin, Auguste Guyard llevó a
Flora a las aguas termales de Saint—Alban. Su propietario, el doctor Émile Goin, era
devoto lector suyo, en especial de su libro de viajes por el Perú, Peregrinaciones de una
paria, que le hizo firmar. Cincuentón apuesto, de patillas canosas, ojos penetrantes,
maneras aristocráticas aunque afables, el doctor Goin vivía con una apacible mujer y
tres hijas de miriñaque en una casa señorial, llena de cuadros y esculturas, rodeada de
jardines. En la cena que le ofreció, Flora advirtió que el dueño de casa la miraba con
admiración. N o sólo lo atraían tus hazañas intelectuales; también, lo negro de tus
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cabellos enrulados, la gracia y viveza de tus ojos y lo armonioso de tus rasgos, Andaluza.
Se sintió muy halagada. «He aquí un hombre al que, tal vez, hubieras podido soportar en
casa», pensó. El doctor Goin quería saber si todo aquello que Flora contó en
Peregrinaciones de una paria era cierto, o estaba muy coloreado por la imaginación. No,
no lo estaba; ella había hecho grandes esfuerzos por contar sólo su verdad, como
Rousseau en sus Confesiones. ¿Era exacto, entonces, que esa increíble aventura comenzó
de manera casual, en una pensión parisina, gracias al encuentro con aquel capitán de
navío que regresaba del Perú?
En efecto, así comenzó la historia que hizo de ti lo que eras ahora, Florita. El
buen Chabrié te salvó de ser un parásito mustio, de vida prestada, como la regordeta
esposa pasmada del doctor Émile Goin. Sí, en aquella pensión de París donde te
refugiaste con Aline, luego de tres años de servidumbre y degradación moral trabajando
de doméstica de la familia Spence. Un lugar donde, pensabas, nunca te encontraría tu
marido André Chazal, de quien seguías huyendo y escondiéndote, después de tanto
tiempo. Qué madeja de coincidencias y azares decidían los destinos de las personas, ¿no,
Florita? Qué distinta hubiera sido tu vida si aquella noche, en el pequeño comedor de la
pensión parisina donde cenaban los pensionistas, no te hubiera dirigido la palabra tu
vecino de mesa:
—Discúlpeme, señora, pero acabo de oír que la patrona la llama madame Tristán.
¿Así se apellida? ¿No será usted pariente de la familia Tristán, del Perú?
El capitán de navío Zacarías Chabrié hada viajes a ese lejano país, y había
conocido allá, en Arequipa, á la familia Tristán, la más próspera e influyente de toda la
región. ¡Una familia patricia! Durante tres días, a la hora de las comidas y las cenas,
Flora sometió a un interrogatorio al amable marino, a quien sacó todo lo que sabía sobre
aquella familia, la tuya, ya que don Pío, jefe y cabeza de los Tristán, era nada menos que
el hermano menor de don Mariano, tu padre. A ese don Pío, tu tío carnal, tu madre le
había escrito tantas veces desde que quedó viuda, pidiéndole ayuda, sin obtener jamás
una respuesta. Vueltas que daba la vida, Florita. Sin esas charlas con el capitán Chabrié,
en 1829, jamás se te hubiera ocurrido escribir aquella carta amorosa y dramática a tu
tío arequipeño, el poderosísimo don Pío Tristán y Moscoso, contándole, con ingenuidad
que pagarías cara, la situación en que tu madre y tú quedaron a la muerte de don Mariano
por el irregular matrimonio de tus padres.
Diez meses después, cuando Flora había perdido las esperanzas, llegó la
respuesta de don Pío. Una astuta y calculada carta en la que, a la vez que la llamaba
«sobrina querida», le hada saber, de manera rotunda, que su condición de hija natural—
¡ay, el implacable rigor de la ley la excluía de todo derecho a la herencia de su
«queridísimo hermano don Mariano». Herencia que, por lo demás, no existía, pues, luego
de cancelar deudas y tributos, los bienes del padre de Flora se habían esfumado. Sin
embargo, don Pío Tristán, en gesto dadivoso, enviaba a su desconocida sobrina de París, a
través de un primo suyo residente en Burdeos, don Mariano de Goyeneche, un regalo de
dos mil quinientos francos, y otra dádiva de tres mil piastras, ésta de la madre de don
Pío y don Mariano, la abuelita de Flora, una matrona inquebrantable de noventa y nueve
primaveras.
Aquel dinero cayó sobre Flora como una bendición del cielo. Eran tiempos
difíciles, por la persecución encarnizada a que la sometía André Chazal. Había
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descubierto su paradero, en París, y la demandó ante los tribunales, acusándola de
esposa y madre desnaturalizada.
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Le reclamaba los dos hijos que sobrevivían (el mayor, Alexandre, acababa de
morir). Flora pudo pagar a un abogado, defenderse, alargar el proceso y demorar una
sentencia que —su defensor la previno—, dadas las leyes vigentes contra la mujer que
desertaba su hogar, le sería desfavorable. Hubo un intento de arreglo amistoso, en casa
de un tío materno de Flora, el comandante Laisney, en Versalles. André Chazal, a quien
ella no veía hacía cuatro años, compareció hediendo a alcohol, con los ojos vidriosos y la
boca llena de ira y de reproches. Andaba medio loco de resentimiento y amargura.
«Usted me ha deshonrado, señora», repetía de tanto en tanto, trémulo. Luego de
contenerse durante un buen rato, como le había suplicado su abogado, Madame—la—
Colere no pudo más: cogió un plato de cerámica de la repisa más próxima y lo pulverizó
contra la cabeza de su marido. Éste cayó al suelo, desbaratado, dando un rugido de
sorpresa y de dolor. Aprovechando la confusión, Flora, cogiendo de la mano a la pequeña
Aline —cuya custodia había confiado la justicia a su padre—, huyó. Su madre se negó a
darle asilo, reprochándole comportarse como una enajenada. No contenta con eso, delató
(estabas segura de ello) su escondite a André Chazal, en un hotelito pobretón de la rue
Servandoni, en el barrio Latino donde Flora se refugió con Aline y Ernest—Camille. Una
mañana, cuando ella abandonaba el hotel con el niño, su marido le salió al encuentro. Echó
a correr, seguida por Chazal, quien le dio alcance en las puertas de la Facultad de
Derecho de la Sorbonne. Se abalanzó sobre ella y comenzó a golpeada. Flora se defendía
como podía, tratando de parar los golpes con su cartera y Ernest—Camille chillaba,
aterrado, cogiéndose la cabeza. Un grupo de estudiantes los separó. Chazal aullaba que
esa mujer era su esposa legítima, nadie tenía derecho a entrometerse en una disputa
conyugal. Los futuros abogados dudaron. «¿Es cierto eso, señora?» Cuando ella reconoció
que estaba casada con ese señor, los jóvenes, cariacontecidos, se apartaron. «Si es su
esposo, no podemos defenderla, señora. La ley lo ampara.» «Son ustedes más puercos
que este puerco», les gritó Flora, mientras Andrés Chazalla arrastraba, a empellones, al
puesto de policía de la Place Saint—Sulpice. Allí fue fichada, amonestada y advertida por
el comisario: no podría moverse del hotel de la me Servandoni. Pronto recibiría una orden
de comparecencia del señor juez. Aplacado, André Chazal partió llevándose en brazos al
pequeño Ernest—Camille, que lloraba a gritos.
Horas después, Flora era de nuevo una fugitiva, con Aline, de seis añitos. Gracias
a los francos y piastras venidos de Arequipa, erró cerca de seis meses por el interior de
Francia, alejándose siempre de París como de la peste. Vivía a salto de mata, con
nombres falsos, en hosterías modestísimas o viviendas de campesinos, sin permanecer
jamás demasiado tiempo en ninguna parte. Estaba segura de que había una orden de
captura contra ella. Si la policía le echaba mano, perdería también a Aline e iría a la
cárcel. Se hacía pasar por una viuda atribulada por la muerte de su esposo; por una dama
española alejada de su patria por motivos políticos; por una turista inglesa; por la mujer
de un marino que navegaba en el mar de la China y distraía su añoranza viajando. Para
hacer durar el dinero, comía apenas y buscaba cada vez hospedajes más humildes. Un
día, en Angouleme, la fatiga, la angustia y la incertidumbre la derribaron. Cayó enferma.
Las altísimas fiebres la hacían delirar. Madame Bourzac, dueña de la granja donde se
alojaban, fue su ángel de la guarda, la salvadora de la pequeña Aline. La cuidó, la curó, le
levantó el ánimo, y cuando Flora, entre sollozos, le contó su verdadera historia, con
infinita dulzura la tranquilizó:
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—No se preocupe, señora. La niña no puede seguir viviendo así, por los caminos,
como una gitanilla. Déjela conmigo, hasta que su situación se arregle. Le he tomado
cariño y la cuidaré como a una hija.
—El más noble y generoso ser que he conocido —exclamó Flora—. Sin ella, yo y
Aline hubiéramos muerto en esos días terribles. ¡Madame Bourzac! Una campesina
humilde, que apenas sabía escribir su nombre.
—¿Ya había decidido usted partir al Perú? —el doctor Émile Goin la miraba con
tanta fascinación que Flora se ruborizó.
—¿Qué me quedaba? ¿Adónde podía seguir huyendo de André Chazal y de la mal
llamada justicia francesa?
De Angouleme escribió una carta a don Mariano de Goyeneche, el primo de don
Pío Tristán que vivía en Burdeos. Flora había estado ya en contacto epistolar con él, para
recibir el dinero de Arequipa. Le pedía una audiencia, a fin de confiarle un asunto
delicado de la mayor urgencia. Debía ser de viva voz. Don Mariano de Goyeneche
contestó de inmediato, muy cordial. La hijita de don Mariano Tristán, su primo, podía
venir a Burdeos cuando quisiera. Sería recibida con los brazos abiertos y todo el cariño
del mundo. Don Mariano no tenía familia y estaba feliz de hospedada por el tiempo que
ella quisiera.
—Aquí debo interrumpir la historia —dijo Flora, de manera abrupta, poniéndose
de pie—. Es tardísimo y mañana temprano parto a Saint-Étienne.
Cuando, al despedida, el doctor Goin le besó la mano, Flora notó que sus labios
húmedos se demoraban sobre su piel, insinuantes. «Me desea», pensó, disgustada. El
desagrado le impidió dormir su última noche en Roanne, y la tuvo tensa y malhumorada al
día siguiente durante el viaje en tren a Saint— Étienne. Y, en cierto modo, la persiguió,
acosó, y no pudo desembarazarse de él toda la semana que pasó en aquella ciudad de
militares cretinos y semicretinos, y de obreros beatos e idiotas, impermeables a toda
idea inteligente, a todo sentimiento altruista, a toda iniciativa social. Lo único bueno que
le ocurriría en la semana de Saint-Étienne fueron las dos cartas —largas, tiernas— de
Eléonore Blanc, a la que contestó también extensas misivas. Como suponía, el comité de
Lyon iba viento en popa.
En los cuatro talleres de tejedores que visitó —dos de hombres, uno de mujeres
y otro mixto— se quedó sorprendida al saber que, al principio y al fin de la jornada,
obreras y obreros rezaban. En uno de ellos la invitaron a sumarse a la plegaria. Cuando
les explicó que no era católica, porque, a su juicio, la Iglesia era una institución opresora
de la libertad humana, la miraron con tanto espanto que temió que la insultaran. De todas
las reuniones salió convencida de que perdía su tiempo. Pese a sus esfuerzos, no ganaría
a casi nadie para la Unión Obrera. En efecto, al final no pudo constituir el comité
organizador con los diez miembros acostumbrados; debió conformarlo con siete y
sospechando, además, que la mitad desertaría apenas ella partiera.
Para que la visita a Saint-Étienne no resultara inútil, se dedicó a esos estudios
sociales que, después de la acción política, tanto le gustaban. Desde una mesa del
simpático Café de París, donde tomaba sus desayunos y comidas, y de cuya dueña se hizo
amiga, se dedicó a observar a los oficiales de la guarnición que habían hecho del Café de
París una sucursal del cuartel.
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Pronto llegó a la conclusión de que los militares de línea eran tarados congénitos,
y que los oficiales de artillería, aunque alcanzaban los niveles del ser humano normal,
lucían una arrogancia y un esnobismo nauseabundos. Por lo visto, estos oficiales, hijos de
familias adineradas de la alta burguesía o la aristocracia, nada tenían que hacer en la
vida salvo venir al Café de París, a jugar al dominó o a las cartas, a beber, fumar,
contarse chistes y lanzar piropos a las damas que cruzaban la acera, en espera de alguna
guerra en que ocuparse. Con Flora pretendieron coquetear también, al principio. Pero,
desistieron, porque sus maneras desenvueltas e irónicas los incomodaban. Les gustaban
las mujeres sumisas, como sus ordenanzas y sus caballos. Flora se dijo que había sido
muy sensato seguir las enseñanzas del conde Saint—Simon y prohibir, en la nueva
sociedad planeada por la Unión Obrera, la fabricación de toda clase de armas y abolir el
ejército.
La fogata de recuerdos encendida en la cena donde los Goin, en Roanne, siguió
chisporroteando durante su visita a Saint-Étienne. Aquella estancia en Burdeos, en el
palacete del increíblemente rico don Mariano de Goyeneche, que se empeñó en que ella lo
llamara «tío Mariano» y la llamó siempre «sobrina Florita», fue una fantasía hecha
realidad. Nunca habías estado en una casa tan suntuosa, ni visto tantos criados, ni
sospechado lo que era vivir como una persona rica. Nunca habías sido tratada con tanta
deferencia, halagos y comodidades. Sin embargo, Andaluza, no fuiste totalmente feliz en
esos meses de Burdeos, porque todavía no estabas acostumbrada a mentir. Vivías en el
miedo, la desazón y la incertidumbre, con pánico de contradecirte, desdecirte, ser
descubierta, humillada y regresada a tu verdadera condición, por don Mariano de
Goyeneche y por su sombra, hombre de confianza, secretario y sacristán: Ismaelillo, el
Eunuco Divino.
Don Mariano de Goyeneche se tragó las mentiras de Flora sin el menor recelo. Le
creyó que, por la reciente muerte de su madre, había quedado sola en el mundo, sin
parientes ni amistades en París, y que en estas circunstancias había concebido la idea —
el anhelo, el sueño— de viajar al Perú, a Arequipa, a conocer la tierra de su padre, a
tratar a su familia paterna, a pisar la casa donde nació su progenitor. Allá se sentiría
protegida, consolada de su desamparo y soledad. Flora se pasó por los ojos el pañuelito
de gasa, deformó su voz y fingió un sollozo. El anciano de cabellos blancos, facciones
adustas y trajes oscuros que parecían hábitos, se conmovió, y, mientras ella le refería su
desgracia, le cogió la mano varias veces, asintiendo. Sí, sí, Florita, una joven como ella no
podía quedar sola en este mundo. La hija de su primo Mariano Tristán debía viajar al
Perú, donde su tío, su abuela, sus primos y primas le brindarían el calor y el afecto que
colmaran el vacío dejado por el fallecimiento de su madre. Escribiría a Pío, previniéndolo
de su viaje, y él mismo se ocuparía de buscarle un buen barco y de recomendada para que
hiciera el largo viaje en toda seguridad. Mientras esperaban noticias de Arequipa,
Florita no se movería de Burdeos, ni de esta casa, a la que su juventud alegraría. Don
Mariano de Goyeneche estaba feliz de que su sobrinita viniera a hacerle compañía por
unos meses.
Casi un año pasó alojada en la casa señorial de don Mariano de Goyeneche, un
hombre que, si aún vivía, debía odiarte y despreciarte tanto como once años atrás te
acariñó y protegió. Un hombre que te creyó soltera y virgen cuando, en verdad, eras una
esposa prófuga, madre de tres niños (dos vivos y uno muerto) que, por lo demás, tampoco
habías perdido a tu madre, aún viva en París, aunque, por la manera como tomó partido
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por André Chazal, ella había muerto para ti, pues nunca volverías a verla ni escribirle.
¿Qué cara habría puesto don Mariano de Goyeneche, leyendo, en Peregrinaciones de una
paria, la verdad sobre los embustes que le hiciste tragar? ¡La sobrinita pura y cándida, a
la que le pagó un pasaje al Perú, resultó ser una esposa y madre indigna, perseguida por
la policía!
Se habría ido a confesar, y, esa noche, apretado más el cilicio sobre sus entecas
carnes.
Era, con Ismaelillo, el Eunuco Divino, el ser más católico que Flora conoció. Un
católico tan integral, tan obsesivo, que, más que un creyente, parecía una caricatura. Su
máximo orgullo (alimentado tal vez de secreta envidia) era que su hermano menor fuera
el arzobispo de Arequipa. «Un príncipe de la Iglesia en la familia, Florita! ¡Qué honor y
qué responsabilidad!» Se había quedado solterón para cumplir mejor sus obligaciones con
la Iglesia y con Dios, aunque no había hecho esos votos de castidad, pobreza y
obediencia que, en cambio, había hecho al parecer Ismaelillo. Iba a misa todos los días, a
la catedral, y varias veces a la semana volvía a la iglesia en las tardes, para la bendición y
el rosario. Arrastraba a Flora a misas, vísperas, novenas, sahumerios, procesiones. Ella
hacía extraordinarios esfuerzos para simular una devoción parecida a la de don Mariano
a la hora de rezar: arrodillado, no en el reclinatorio sino en la fría losa, las manos en el
pecho, los ojos cerrados, todo su cuerpo en actitud de contrición y humildad, y la
expresión absorta en la oración. Visitaban la casa sacerdotes, párrocos, directores de
obras pías, hermanas de la Caridad, congregaciones. A todos recibía don Mariano con
afecto, les ofrecía tazas de chocolate humeante «venido del Cusco», acompañado de
biscotelas y golosinas, y los despedía con generosas caridades.
Su inmenso palacete de piedra, en el barrio de Saint—Pierre, en el centro de
Burdeos, parecía un convento. Estaba lleno de crucifijos y de imágenes sagradas, tapices
y cuadros de tema religioso, y, además de la antigua capilla, había por las esquinas
pequeños altares, hornacinas, urnas con vírgenes y santos, en los que se quemaba
incienso. Como las espesas cortinas solían estar corridas, reinaba en la antigua y vasta
mansión una eterna penumbra, un aire de recogimiento y renuncia terrenal que a Flora la
sobrecogían. La gente, inspirada por lo sombrío y ceremonioso del lugar, tendía a hablar
en voz baja, temerosa de cometer una ofensa si en este recinto tan fúnebre y espiritual
hacía ruido.
El Eunuco Divino era un joven español lleno de sabiduría en materia económica al
decir de don Mariano.Se ocupaba por el momento de administrar los bienes y rentas del
señor De Goyeneche, pero acaso en el futuro entraría en el seminario. Vivía en un ala de
la casa señorial, y su despacho y su dormitorio eran tan austeros como las celdas de un
convento de clausura. A la hora de la cena, don Mariano pedía a Dios la bendición para el
yantar; en el almuerzo lo hacía Ismaelillo, y engolaba tanto la voz y ponía una cara tan
alelada y serafina, que Flora podía apenas aguantar la risa. Más que apuesto era bonito,
con su tez rasurada y rosácea, su talle de avispa, y sus manos, de uñas recortadas y
lustradas, suaves como la piel de un recién nacido. Vestía también con las ropas
taciturnas del dueño de casa, pero, a diferencia de don Mariano de Goyeneche, que
parecía perfectamente cómodo con la entrega total de su cuerpo y su espíritu al amor de
Dios y a las prácticas de la religión, en el joven español –debía tener la edad de Flora,
unos treinta o treinta y dos años a lo más—, algo en sus gestos, expresiones y
comportamientos, delataba un conflicto no resuelto, un desgarro entre las formas
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exteriores de su conducta y su vida íntima. A ratos, a Flora le parecía un ser angelical, al
que una ardiente fe religiosa llevó a negarse todos los apetitos y placeres, a renunciar al
siglo para consagrarse a la salvación de su alma y a Dios. Pero, otras veces, sospechaba
en él un ser dúplice, un simulador que, detrás de su modestia, austeridad y bondad,
ocultaba un cínico, que fingía lo que no sentía ni creía, para ganarse la confianza de don
Mariano, medrar a su sombra y heredar su fortuna.
Advertía de pronto, en los ojos de Ismaelillo, unos brillos codiciosos que la hacían
recelar. A veces los provocaba, no sin malignidad, levantando al descuido su falda a la
hora de las tertulias, de modo que quedara al descubierto su fino tobillo, o, ansiosa en
apariencia de no perder una sílaba de lo que Ismaelillo contaba, acercándose a él tanto
que el joven español debía olerla y sentir que su piel lo rozaba. Entonces perdía el
control de sí mismo, palidecía o enrojecía, se le alteraba la voz, se le enredaban las
frases y saltaba de un tema a otro sin ilación. Se había encariñado con esa muchacha, en
esta vieja casa olorosa a sacristía, apenas la vio. Flora lo supo desde el primer día. Se
había enamorado de ti yeso debía desgarrado. Pero nunca se atrevió a decirte nada que
fuera más allá de la convencional amistad. Sin embargo, sus ojos lo traicionaban, y Flora
sorprendía en ellos a menudo esa lucecita ansiosa que quería decir: cuánto me gustaría
ser libre, poder decide lo que siento, cogerle la mano y besársela, rogarle que me
permita cortejarla, amada, pedirle que sea mi mujer y me enseñe la felicidad.
En el año que pasó en esta casa, mientras se decidía su viaje al Perú, Flora vivió
como una princesa, aunque aburrida con las prácticas religiosas incesantes. Sin las
lecturas —nunca había leído tanto como en estos meses, en la gran biblioteca de don
Mariano— y la compañía y devoción del Eunuco Divino, hubiera sido mucho peor.
Ismaelillo la acompañaba a dar largos paseos por las orillas del Garonne, o por el campo
vecino, donde los viñedos se perdían de vista, y la entretenía contándole de España, de
don Mariano, de las intrigas de las grandes familias bordelesas que conocía al dedillo. Un
día que jugaban a las cartas, junto a la chimenea, Flora advirtió que el joven, muy
nervioso, se llevaba constantemente la mano al pantalón, como para apartar a un insecto
o aquejado de escozores. Disimulando, se dedicó a espiar sus movimientos. Sí, no le cupo
ninguna duda: como quien no quiere la cosa, se estaba gratificando, excitado por la
cercanía de Flora, y lo hacía allí mismo, casi a la vista de ella y de don Mariano, que leía
en su mecedora un libro con tapas de pergamino. Para hacerle pasar un mal rato, de
súbito le rogó que le trajera un vaso de agua. Ismaelillo enrojeció como una antorcha,
ganó tiempo simulando no haber oído bien; por fin se levantó de lado y encogido, pero,
aun así, furtivamente, Flora vio que tenía hinchado el pantalón. Esa noche lo oyó sollozar,
arrodillado en la capilla. ¿Se estaría azotando? Desde entonces, una compasión mezclada
de disgusto rodeó su relación con el joven español. Le tenías pena, Florita, pero también
repugnancia. Era bueno y sufría, sin duda. Pero, qué ganas de añadirse tormentos a los
que ya deparaba la vida de por sí.
¿Qué habría sido de él?
La más pintoresca experiencia de la estancia de Flora en Saint-Étienne fue la visita
a la fábrica de armas, contigua a la guarnición. Consiguió permiso para visitarla gracias a
tres burgueses falansterianos amigos del coronel jefe del regimiento, quien designó a
uno de sus ayudantes, un capitán de bigotito muy coqueto, para que la escoltara. Las
explicaciones sobre las armas que allí se fundían la aburrieron tanto que, mientras se, las
daban, pensaba en otra cosa. Pero, al término de la visita, el director de la fábrica, un
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civil, y varios militares de artillería le ofrecieron un refrigerio. La conversación
transcurría sobre temas banales. De pronto, el capitán que la escoltaba le preguntó, con
muchos rodeos, qué había de cierto en los rumores según los cuales madame Tristán
tendría veleidades pacifistas. Iba a contestarle de manera evasiva —la esperaban en un
taller de obreros cinteros, en el barrio de Saint— Benoit y no quería perder tiempo en
una discusión inútil—, pero, al ver las caras de sorpresa, de franco reproche o de burla
en los oficiales que la rodeaban, no pudo reprimirse:
—¡Mucho de cierto, capitán! Soy pacifista, claro está. Por eso, mi proyecto de la
Unión Obrera establece que en la futura sociedad se prohibirán las armas y se abolirán
los ejércitos.
Dos horas después todavía discutía fogosamente con esos interlocutores
escandalizados, uno de los cuales se atrevió a decir, enfurecido, que sostener
semejantes ideas «era indigno de una dama francesa».
—Antes que Francia, mi Patria es la humanidad, señores —dijo, poniendo punto
final a la reunión—. Gracias por su compañía. Tengo que irme.
Salió de allí fatigada con la discusión, pero divertida por haber desconcertado a
esos artilleros pretenciosos con sus ideas disolventes. Cuánto habías cambiado, Florita,
desde que, alojada en el palacete girondino de don Mariano de Goyeneche, te aprestabas
a partir al Perú, para escapar a la persecución de André Chazal. Eras una mujercita
rebelde, sí, pero confusa e ignorante, y nada revolucionaria aún. No se te pasaba por la
cabeza que fuera posible luchar de manera organizada contra esa sociedad que permitía
la esclavitud femenina, bajo el subterfugio del matrimonio. Qué bien te haría la
experiencia peruana. Ese año en Arequipa y en Lima te cambió.
Aunque sin entusiasmo, don Pío Tristán dio su visto bueno al viaje de Flora. La
familia la alojaría en la casa en la que su padre había nacido y pasado infancia y juventud.
Don Mariano de Goyeneche e Ismaelillo empezaron las averiguaciones sobre barcos que
zarparan hacia América del Sur en las semanas siguientes. Encontraron el Carlos Adolfo,
el Fletes y Le Mexicano. Los tres partirían en el curso de febrero de 1833. Don Mariano
fue personalmente a hacer una inspección. Descartó los dos primeros; el Carlos Adolfo
estaba lleno de parches y era viejísimo; el Fletes era un buen barco, pero caleteaba por
medio litoral africano antes de enrumbar a Sudamérica. Le Mexicano resultó la mejor
opción. Un barco pequeño, con una sola escala, antes de dirigirse, por el estrecho de
Magallanes, hasta Valparaiso. La travesía tomaba algo más de tres meses.
Elegido el barco, separado el camarote, sólo quedaba esperar la partida. Desde
que se instaló en Burdeos, don Mariano e Ismaelillo se empeñaron en hacerle practicar
su mal español, del que Flora recordaba palabritas, frases oídas de niña en la casa de
Vaugirard, en boca de su padre. Ambos se tomaron muy en serio su papel de profesores,
y, a los cuantos meses, Flora podía seguir sus diálogos y chapurrear el español.
No se enteró del infamante apodo con que la sociedad de Burdeos llamaba a
Ismaelillo por los criados del señor De Goyeneche, sino por la propia víctima. Fue
durante uno de los largos paseos que solían dar por las orillas del ancho Garonne o el
campo adyacente a la ciudad, durante los cuales a Flora le parecía sentir los esfuerzos,
la batalla silenciosa y feroz que tenía lugar en el corazón del joven para confesarle —o
para no confesarle— la pasión que ella le inspiraba.
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—Sin duda, habrá usted oído cómo me llaman, a mis espaldas, las gentes de
Burdeos.
—No, no he oído nada. ¿Un sobrenombre, quiere decir?
—Uno vulgar y sacrílego —dijo el joven, mordiéndose los labios—. El Eunuco Divino.
—Es vulgar, sí —exclamó Flora, confundida—. Algo sacrílego. Pero, sobre todo,
estúpido. ¿Por qué me cuenta eso?
—No quiero tener ningún secreto para usted, Flora.
Calló, cabizbajo, y ya no pronunció palabra el resto del paseo, como abatido por la
fatalidad. Fue, creías tú, Florita, el momento en que el joven estuvo más cerca de
romper sus votos religiosos y hacerte saber que era humano, no divino, y que soñaba con
tener en sus brazos a una mujercita bella y despierta, como tú. Mejor que no lo hubiera
hecho. Pese a esas asquerosidades que le descubrías a veces, le habías llegado a tomar
cariño, mezclado de compasión.
La visita a los obreros cinteros de Saint—Benoit la enfureció y deprimió. Eran
una veintena de trabajadores sordos, analfabetos, tontos, desprovistos de la más
elemental curiosidad. Le pareció que hablaba ante árboles o piedras. Hubiera sido más
fácil convertir en revolucionarios a los oficiales petimetres del Café de París que a estos
infelices, embrutecidos por el hambre y la exploración, a los que los burgueses habían
exprimido hasta la última partícula de inteligencia. Cuando, a la hora de las preguntas,
uno de los canutos le sugirió que, según rumores, se estaba haciendo rica con los
ejemplares de La Unión Obrera que vendía, ni siquiera tuvo ánimos para enojarse.
El día que supo la fecha definitiva de la partida de Le Mexicano del puerto de
Burdeos rumbo al Perú —el 7 de abril de 1833, a las 8 de la mañana, aprovechando la
marea alta— supo también que el capitán del barco que se disponía a tomar era Zacarías
Chabrié! Cuando oyó a don Mariano de Goyeneche pronunciar aquel nombre, sintió que la
fulminaba un rayo. ¡Zacarías Chabrié! El capitán de aquella pensión de París que le
informó sobre la familia Tristán de Arequipa. Aquel capitán había conocido a su hija
Aline y, apenas viera aparecer a Flora rodeada de don Mariano e Ismaelillo, la llamaría
«señora» y le preguntaría por su «bella hijita». Todas tus mentiras te caerían encima y
te aplastarían, Andaluza.
Pasó una noche desvelada, el pecho encogido de angustia. Pero a la mañana
siguiente había tomado una decisión. Con pretextos, salió a la calle, alegando una
promesa a santa Clara que debía cumplir sola, y se hizo llevar al puerto por un coche de
alquiler. Fue fácil ,dar con las oficinas de la compañía. A la media hora de estar
esperando, apareció el capitán Zacarías Chabrié en la puerta del local. Reconoció su alta
figura, sus cabellos ralos, la redonda cara bretona caballerosa y provinciana, sus ojos
benévolos. Él la reconoció al instante.
—¡Madame Tristán! —se inclinó a besarle la mano—. Me preguntaba, al ver la lista
de pasajeros, si sería usted. ¿Viaja conmigo en Le Mexicano, verdad?
—¿Podemos hablar un momento a solas? —asintió Flora, adoptando una expresión
dramática—. Es un asunto de vida o muerte, señor Chabrié.
Desconcertado, el capitán la hizo pasar a un gabinete, y le cedió lo que debía ser
su asiento, un amplio sofá con un banquito para los pies.
—Vaya confiar en usted porque lo creo un caballero.
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—No la defraudaré, señora. ¿En qué puedo servirla?
Flora dudó unos segundos. Chabrié parecía uno de esos bretones a la antigua, que,
aunque hubiera recorrido todos los mares del mundo, seguía fieramente apegado a los
valores tradicionales, a principios éticos y a la religión.
—Le ruego que no me haga ninguna pregunta —le suplicó, con los ojos arrasados
de lágrimas—. Se lo explicaré en altamar. Necesito que, el día de la partida, cuando yo
venga aquí acompañada, me salude como si me viera por primera vez. No me traicione. Se
lo ruego por lo que más quiera, capitán. ¿Me promete que lo hará?
Zacarías Chabrié asintió, muy serio.
—No necesito explicación alguna. No la conozco, no la he visto nunca. Tendré el
gusto de conocerla el martes, a las ocho, hora de la partida.



VIII. Retrato de Aline Gauguin Punaauia, mayo de 1897

El 3 de julio de 1895 Paul subió en Marsella al barco The Australian, agotado
pero contento. Las últimas semanas había vivido angustiado, temiendo una muerte súbita.
No quería que sus restos se pudrieran en Europa, sino en Polinesia, su tierra de adopción.
Por lo menos en eso coincidías con las locuras internacionalistas de la abuela Flora, Koke.
Dónde se nacía era un accidente; la verdadera patria uno la elegía, con su cuerpo y su
alma. Tú habías elegido Tahití. Morirías como salvaje, en esa bella tierra de salvajes. Ese
pensamiento le quitaba un gran peso de encima. ¿No te importaba no ver más a tus hijos,
ni a los amigos, Paul? ¿A Daniel, al buen Schuff, a los discípulos últimos de Pont-Aven, a
los Molard? Bah, no te importaba lo más mínimo.
En la escala de Port—Said, antes de iniciar el cruce del Canal de Suez, bajó a
curiosear en el mercadillo improvisado junto a la pasarela del barco, y, de pronto, en
medio de la muchedumbre de voces y chillidos de los vendedores árabes, griegos y
turcos que ofrecían telas, baratijas, dátiles, perfumes, dulces de miel, descubrió un
nubio de turbante rojizo que le hacía un guiño obsceno, mostrándole algo semioculto
entre sus manazas. Era una soberbia colección de fotos eróticas, en buen estado, donde
aparecían todas las posturas y combinaciones imaginables, hasta una mujer sodomizada
por un lebrel. Le compró las cuarenta y cinco fotos de inmediato. Irían a enriquecer su
baúl de clichés, objetos y curiosidades, que había dejado en un depósito, en Papeete. Se
regocijó imaginando las reacciones de las tahitianas cuando les mostrara estas locuras.
Revisar aquellas fotos y fantasear a partir de sus imágenes fue una de las pocas
distracciones de aquellos dos meses interminables para llegar a Tahití, con escalas en
Sidney y en Auckland, donde estuvo varado tres semanas esperando un barco que hiciera
la ruta de las islas. Llegó a Papeete el 8 de septiembre. El barco entró en la laguna con la
gran orgía de luces del amanecer. Sintió indescriptible felicidad, como si volviera a casa
y una nube de parientes y amigos estuvieran en el puerto para darle la bienvenida. Pero
no había nadie esperándolo y le costó un triunfo encontrar un coche bastante grande que
lo llevara con todos sus bultos, paquetes, rollos de telas y botes de pinturas a una
pequeña pensión que conocía en la rue Bonard, en el centro de la ciudad.
Papeete se había transformado en sus dos años de ausencia: ahora había luz
eléctrica y sus noches ya no tenían el aire entre misterioso y tenebroso de antes, sobre
todo el puerto y sus siete barcitos, que ahora eran diez. El Club Militar, al que acudían
también colonos y funcionarios, lucía, detrás de su empalizada de estacas, una flamante
cancha de tenis. Deporte que tú, Paul, obligado a andar con bastón desde la paliza de
Concarneau, no practicarías nunca más.
En el viaje amainó el dolor del tobillo, pero, apenas pisó tierra tahitiana, regresó
acrecentado, al extremo, algunos días, de arrojarlo al lecho aullando. Los calmantes no le
hacían efecto, sólo el alcohol, cuando bebía hasta que se le enredaba la lengua y apenas
podía tenerse en pie. Y, también, el láudano, que un boticario de Papeete aceptó venderle
sin receta médica, mediante una exorbitante gratificación.
La somnolencia estúpida en que lo sumían las dosis de opio lo tenía horas tumbado
en su cuarto, o en el sillón de la terraza de la modesta pensión que siguió ocupando en
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Papeete, mientras le erigían en Punaauia, a unos doce kilómetros de la capital, en un
terrenito que adquirió por poco precio, una choza de cañas de bambú y techo de hojas de
palma trenzadas, que fue luego decorando y amueblando con los restos de su estancia
anterior, las pocas cosas que había traído de Francia y otras que compró en el mercado
de Papeete. Dividió con una simple cortina la única estancia, para que uno de los recintos
fuera dormitorio y el otro su estudio. Cuando armó su caballete y dispuso sus telas y
pinturas, se sintió de mejor ánimo. Para tener buena luz, él mismo, con dificultad por el
dolor crónico del tobillo, abrió una claraboya en el techo. Sin embargo, durante varios
meses fue incapaz de pintar. Talló unos paneles de madera que colgó en los tabiques de
la choza, y, cuando el dolor y el escozor de las piernas se lo permitían —la enfermedad
impronunciable había vuelto a comparecer, con puntualidad astral—, hacía esculturas,
ídolos que bautizaba con el nombre de los antiguos dioses maoríes: Hina, Oviri, los
Ariori, Te Fatu, Ta'aora.
Durante todo este tiempo, día y noche, lúcido o inmerso en el mareo gelatinoso en
que el opio disolvía su cerebro, pensaba en Aline. N o su hija Aline —la única de sus cinco
hijos en Mette Gad a la que recordaba algunas veces—, sino su madre, Aline Chazal,
convertida luego en madame Aline Gauguin, cuando las amistades políticas e intelectuales
de la abuela Flora, a la muerte de ésta, ansiosas de asegurar un porvenir a la muchacha
huérfana, la casaron en 1847 con el periodista republicano Clovis Gauguin, su padre.
Matrimonio trágico, Koke, familia trágica la tuya. La cascada de recuerdos se
desencadenó el día que Paul comenzaba a pegar, en fila, en las paredes de su flamante
estudio de Punaauia, las fotos de Port—Said. La modelo que, en brazos de otra muchacha
desnuda como ella, miraba de frente al fotógrafo, tenía una de esas cabelleras negras
que los parisinos llamaban «andaluzas», y unos ojos grandes, enormes, lánguidos, que le
recordaron a alguien. Sin saber por qué, se sintió incómodo. Horas más tarde, cayó. Tu
madre, Paul. La putilla de la foto tenía algo de las facciones, los cabellos y las pupilas
tristes de Atine Gauguin. Se rió y se angustió. ¿Por qué te acordabas de tu madre,
ahora? No le sucedía desde 1888, cuando pintó su retrato. Siete años sin acordarte de
ella y, ahora, metida en tu conciencia día y noche, como idea fija. ¿ y por qué con ese
sentimiento, con esa tristeza lacerante que por semanas, meses, te acompañó al
comenzar tu segunda estancia en Tahití? Lo extraño no era acordarse de su madre
muerta hacía tanto tiempo, sino que su recuerdo viniera impregnado de esa sensación de
desgracia y pesar.
Se enteró de la muerte de Atine Chazal, su madre viuda, en 1867 —veintiocho
años de eso, Paul!— en un puerto de la India, en una escala del barco mercante Chiti,
donde trabajaba como ayudante de segunda. Atine había muerto en el lejanísimo París a
los cuarenta y un años, la misma edad a la que murió la abuela Flora. No habías sentido
entonces el desgarramiento que sentías ahora. «Bueno», repetías, poniendo cara de
circunstancias al recibir el pésame de los oficiales y la marinería del Chili, «todos
tenemos que morimos. Hoy, mi madre. Mañana, nosotros».
¿Nunca la habías querido, Paul? No la querías cuando murió, cierto. Pero la habías
querido muchísimo, de niño, allá en Lima, donde el tío don Pío Tristán. Uno de los
recuerdos más nítidos de tu infancia era lo linda y graciosa que se veía la joven viudita
en la gran casona donde vivían como reyes, en el barrio de San Marcelo, en el centro de
Lima, cuando Aline Gauguin se vestía como dama peruana y envolvía su cuerpo fino en una
gran mantilla bordada de plata, y, a la manera de las tapadas limeñas, se cubría con ella
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la cabeza y media cara, dejando descubierto uno solo de sus ojos. Qué orgullosos se
sentían Paul y su hermanita María Fernanda cuando la vasta tribu familiar de los Tristán
y los Echenique elogiaban a Aline Chazal, viuda de Gauguin: «¡Qué bonita!». «Una pintura,
una aparición.»
¿Dónde estaría aquel retrato que hiciste de ella, en 1888, consultando tu
memoria y aquella única fotografía de tu madre que conservabas, refundida en el baúl de
los cachivaches? Nunca se vendió, que supieras. ¿Lo tendría Mette, en Copenhague?
Debías preguntárselo, en la próxima carta. ¿Estaría entre las telas en poder de Daniel,
del buen Schuff? Les pedirías que te lo enviaran. Lo recordabas con lujo de detalles: un
fondo amarillo algo verdoso, como el de los íconos rusos, color que resaltaba los
hermosos y largos cabellos negros de Aline Gauguin. Le caían hasta los hombros en una
curva graciosa y se los sujetaba en la nuca con una cinta violeta, dispuesta en forma de
flor japonesa. Unos verdaderos cabellos de andaluza, Paul. Trabajaste mucho para que
sus ojos aparecieran como los recordabas: grandes, negros, curiosos, un poco tímidos y
bastante tristes. Su piel muy blanca se animaba en las mejillas con el sonrojo que
asomaba en ellas cuando alguien le dirigía la palabra, o entraba en un cuarto donde había
gente que no conocía. La timidez y la discreta entereza eran los rasgos saltantes de su
personalidad, esa capacidad para sufrir en silencio sin protestar, ese estoicismo que
indignaba tanto —ella misma te lo contaba, la abuela Flora, Madame—la—Colere. Estabas
segurísimo de que tu Retrato de Atine Gauguin mostraba todo aquello y sacaba a la
superficie la tragedia prolongada que fue la vida de tu madre. Tenías que averiguar su
paradero y recobrarlo, Paul. Te haría compañía aquí en Punaauia y ya no te sentirías tan
solo, con esas llagas abiertas en las piernas y el tobillo que los estúpidos médicos de
Bretaña te dejaron lastimado.
¿Por qué pintaste aquel retrato, en diciembre de 1888? Porque te enteraste, por
boca de Gustave Arosa, en el último frustrado intento de acercamiento entre los dos, de
aquel repugnante proceso judicial. Una revelación que, póstumamente, te reconcilió con
tu madre; no con tu tutor, pero sí con ella. ¿Te reconcilió de veras con ella, Paul? No.
Eras ya tan bárbaro que conocer el viacrucis de tu madre cuando niña —Gustave Arosa
te permitió leer todos los documentos del proceso pues pensó que, compartiendo su
pena, te amistarías con él— no te quitó el rencor que te comía el corazón desde que, al
regresar de Lima, luego de vivir unos años en Orléans, donde el tío Zizi, Aline te dejó allí
interno en el colegio de curas de monseñor Dupanloup y se fue a París. ¡A ser amante y
mantenida de Gustave Arosa, por supuesto! Nunca se lo habías perdonado, Koke. Ni que
te dejara en Orléans, ni que fuera la querida de Gustave Arosa, millonario, diletante y
coleccionista de pintura. ¿Qué clase de salvaje eras tú, hipócrita Paul?' Un estofado de
prejuicios burgueses, eso es lo que eras. «Te perdono ahora, mamá», rugió. «Perdóname
tú también, si puedes.» Estaba totalmente borracho y sus muslos le ardían como si
tuviese en cada uno de ellos un pequeño infierno. Se acordaba de su padre, Clovis
Gauguin, muerto en altamar en aquella travesía rumbo a Lima, cuando huía de Francia por
razones políticas, y enterrado en el fantasmal Puerto Hambre, cerca del estrecho de
Magallanes, donde nunca nadie iría jamás a poner flores en su tumba. Y en Aline Gauguin,
llegando a Lima viuda y con dos hijos pequeñitos, en el colmo de la desesperación.
En esos días, en que se sentía tan desamparado, incapaz de salir de su choza por
los dolores en el tobillo, recordaba la profecía de su madre, en el testamento en el que le
legó sus pocos cuadros y sus libros. Te deseaba éxito en tu carrera. Pero añadía una
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frase que te amargaba todavía: «Ya que Paul se ha hecho tan antipático ante todos mis
amigos que un día este pobre hijo mío terminará por quedarse completamente solo». La
profecía se cumplió al pie de la letra, mamá. Solo como un lobo, solo como un perro. Tu
madre adivinó el salvaje que llevabas dentro, antes de que tú asumieras tu verdadera
naturaleza, Paul. Por lo demás, no era cierto que fueras un joven tan antipático con todos
los amigos de Aline Gauguin. Sólo con Gustave Acosa, tu tutor. Con él, sí. Nunca pudiste
sonreírle ni hacerle creer a ese señor que lo querías, por más afectuoso que fuera
contigo, por más regalos y buenos consejos que te diera, por más que te apoyara para
que, cuando dejaste la marina, hicieras carrera en el mundo de los negocios. Te hizo
entrar en la agencia de Paul Bertin para que intentaras suerte en la Bolsa de Valores de
París y muchos otros favores. Pero ese señor no podía ser tu amigo, porque, si amaba a
tu madre, su obligación era separarse de su mujer y asumir públicamente su amor por
Aline Chazal, viuda de Gauguin, en vez de tenerla de querida a escondidas, para la
satisfacción esporádica de sus placeres. Bueno, a un salvaje no deberían preocuparle
esas estupideces. ¿Qué prejuicios eran ésos, Paul? Es verdad que, entonces, no eras un
salvaje todavía, sino un burgués que se ganaba la vida en la Bolsa de París y cuyo ideal
era hacerse tan rico como Gustave Acosa. Su gran carcajada hizo estremecer su cama y
desprendió el mosquitero, que lo envolvió, como una red a un pescado.
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Cuando calmaron los dolores, hizo averiguaciones sobre su antigua vahine,
Teha'amana. Se había casado con un joven de Mataiea llamado Ma'ari y seguía viviendo
en aquella aldea con su nuevo marido. Aunque sin esperanzas, Paulle envió un recado con
el muchacho que limpiaba la iglesita protestante de Punaauia, rogándole que volviera con
él y prometiéndole muchos regalos. Para su sorpresa y contento, a los pocos días
Teha'amana se apareció en la puerta de su cabaña. Traía un pequeño bulto con sus ropas,
como la primera vez. Lo saludó como si se hubieran separado la víspera: «Buenos días,
Koke».
Había engrosado pero seguía siendo una bella joven llena de garbo, de cuerpo
escultural, de pechos, nalgas y vientre ubérrimos. Su venida lo alegró tanto que empezó a
sentirse mejor. Las molestias al tobillo desaparecieron y volvió a pintar. Pero la
reconciliación con Teha'amana duró poco. La muchacha no podía disimular el asco que le
producían las llagas, pese a que Paul tenía las piernas casi siempre vendadas, después de
frotárselas con un ungüento a base de arsénico que le atenuaba el escozor. Hacer el
amor con ella, ahora, era un remedo de esas fiestas del cuerpo que recordaba.
Teha'amana se resistía, buscaba pretextos, y, cuando no había remedio, Paulla veía —la
adivinaba— con la cara fruncida de disgusto, prestándose a un simulacro en el que la
repugnancia le impedía el menor placer. Por más que, la llenó de regalos y le juró que ese
eczema era una infección pasajera, que se le curaría pronto, ocurrió lo inevitable: una
mañana Teha' amana, con su bultito a cuestas, se marchó sin despedirse. Tiempo
después, Paul supo que estaba viviendo de nuevo con su marido, Ma'ari, en Mataiea. «Qué
afortunado.» Era una mujercita excepcional y no sería fácil reemplazarla, Koke.
No lo fue. Aunque, a veces, chiquillas traviesas de la vecindad, luego de las clases
de catecismo en las iglesias protestante y católica de Punaauia —equidistantes de su
choza—, venían a verlo pintar o esculpir, divertidas con ese gigantón semidesnudo
rodeado de pinceles, botes de pintura, telas y pedazos de madera a medio desbastar, y
él conseguía arrastrar alguna a su alcoba y gozar de ella del todo o a medias, ninguna
aceptaba, como él les proponía, ser su vahine. El trasiego de chiquillas le trajo
conflictos, primero con el cura católico, el padre Damián, y luego con el pastor, el
reverendo Riquelme. Ambos vinieron, por separado, a reprocharle su conducta
desinhibida, inmoral y corruptora de las niñas indígenas. Los dos lo amenazaron: podría
traerle problemas con la justicia. Al pastor y al cura les respondió que nada le gustaría
más que tener una compañera permanente, porque estos juegos de picaflor le hacían
perder tiempo. Pero él era un hombre con necesidades. Si no hacía el amor, la inspiración
se le escabullía. Así de simple, señores.
Sólo unos seis meses después de la partida de Teha'amana consiguió otra vahine:
Pau'ura. Tenía —naturalmente— catorce años. Vivía cerca del pueblo y cantaba en el coro
católico. Luego de los ensayos vespertinos, dos o tres veces fue a meterse a la cabaña
de Koke. Contemplaba largo rato, entre risitas sofocadas, las postales pornográficas
desplegadas en una pared del estudio. Paulle hizo regalos y fue a comprarle un pareo a
Papeete. Por fin, Pau'ura aceptó ser su vahine y se vino a la cabaña. N o era ni tan bella,
ni tan despierta, ni tan ardiente en la cama como Teha'amana, y, a diferencia de ésta,
descuidaba las tareas domésticas, pues, en vez de limpiar o cocinar, corría a jugar con
las chiquillas de la aldea. Pero esa presencia femenina en la cabaña, sobre todo en las
noches, le hizo bien, redujo la ansiedad que le impedía dormir. Sentir la respiración
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pausada de Pau'ura, divisar en las sombras el bulto de su cuerpo rendido por el sueño, lo
serenaba, le devolvía cierta seguridad.
¿Qué te desvelaba así? ¿Qué te tenía en ese enervamiento constante? No que se
estuviese agotando la herencia del tío Zizi y los magros francos del remate en el Hotel
Drouot. Te habías acostumbrado a vivir sin dinero, eso nunca te quitó el sueño. No era la
enfermedad impronunciable, tampoco. Porque, ahora, después de atormentado tanto
tiempo, las llagas se cerraron una vez más. El dolor del tobillo era por el momento
llevadero. ¿Qué, entonces?
Pensar en su padre, perseguido político al que le reventó el corazón en medio del
Atlántico cuando huía de Francia hacia el Perú, y recordar el Retrato de Atine Gauguin.
¿Dónde estaba? Ni Daniel de Monfreid ni el buen Schuff lo tenían; no lo habían visto
siquiera. Lo escondía Mette, entonces, en Copenhague. Pero, su mujer, en la única carta
que recibió de ella desde que volvió a Tahití, no decía una palabra sobre ese retrato,
pese a que él en dos cartas le había pedido noticias sobre su paradero. Lo hizo por
tercera vez. ¿Cuándo recibirías la respuesta, Paul? Seis meses de espera cuando menos.
El pesimismo lo ganó: nunca volverías a vedo. La imagen de Aline Gauguin, que no se
apartaba de tu mente, se convirtió en otra llaga.
Era la Aline Chazal de carne y hueso, no sólo su imagen, la que lo asediaba. ¿Por
qué volvía ahora tu memoria una y otra vez sobre las desgracias que habían jalonado la
vida de la única hija que sobrevivió, de los tres hijos que parió la abuela? Hubiera sido
preferible que no sobreviviera, que muriera como sus dos hermanitos, la infortunada hija
de Flora Tristán, ex Chazal.
En aquella última reunión con su tutor, Paul vio cómo se llenaban de lágrimas los
ojos de Gustave Arosa evocando el calvario de Aline Chazal, que él conocía al dedillo.
Esto confirmó sus sospechas sobre las relaciones entre su madre y el millonario. Ella, tan
lacónica, tan celosa de sus secretos, ¿a quién sino a un amante le hubiera confiado esa
degradante historia? En eso pensabas, mientras te ibas enterando de los detalles
macabros de la vida de Aline Gauguin, y, en vez de llorar como tu tutor, te descomponías
de celos y vergüenza. Ahora, en cambio, en esta noche tibia, sin viento, perfumada por
los árboles y las plantas, con esa gran luna amarilla de luz parecida a la que pusiste como
fondo del retrato de Aline Gauguin, tenías ganas de llorar también. Por ti, por el
infortunado periodista Clovis Gauguin, pero sobre todo por tu madre. Una infancia muy
triste la de ella, desde luego. Haber nacido cuando la abuela Flora ya había huido de la
casa de tu abuelo —pues esa bestia maligna, André Chazal, esa hiena asquerosa, era tu
abuelo, por más que te helara la sangre tenerlo que admitir— y pasado sus primeros años
de vida a salto de mata, sin saber lo que era un hogar ni una familia, en pensiones,
hotelitos, albergues de mala muerte, bajo las faldas de la rauda abuela Flora, siempre
huyendo, siempre escapando de la persecución del marido abandonado, o, todavía peor,
entregada a nodrizas campesinas. Esa niña sin padre y sin madre debió tener una infancia
deprimente. Cuando la abuela Flora se fue al Perú, y se pasó dos años ausente, en
Arequipa, Lima y cruzando los océanos, dejó a Aline olvidada donde una señora caritativa
de la campiña de Angouleme, que se compadeció de ella, según la misma abuela Flora
contaba en Peregrinaciones de una paria. Cuánto lamentabas no tener esas memorias aquí
contigo, Paul.
Al regresar a Francia, Flora rescató a Aline y ésta pudo disfrutar de su madre
apenas tres añitos. Pero, en fin, Gustave Arosa lo decía y debía ser verdad, pues se lo
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había dicho la propia Aline: ese período, entre el regreso de la abuela Flora del Perú,
cuando sacó a tu madre de Angouleme y se la llevó con ella a París, a la casita de la rue
du Cherche—Midi 42, y la matriculó, como alumna externa, en un colegio para niñas de la
vecina rue d'Assas, fue el mejor de su vida, el único en que Aline gozó de su madre, de
un hogar, de esa rutina cálida que fingía la normalidad. Hasta el 31 de octubre de 1835,
en que comenzó aquella pesadilla que sólo acabaría tres años más tarde, con el
pistoletazo de la rue du Bac. Ese día, acompañada por una criada, Aline Chazal regresaba
del colegio a casa. Un hombre mal vestido y alcoholizado, con los ojos enrojecidos
saltando de sus órbitas, la detuvo en plena calle. De un bofetón apartó a la aterrorizada
criada y a empellones metió a Aline al coche que lo esperaba, chillando: «Una niña como
tú debe estar con su padre, un hombre de bien, y no con la perdida de tu madre. Has de
saber que yo soy tu padre, André Chazal». 31 de octubre de 1835: comienzo del infierno
para Aline.
«Vaya manera de enterarse de la existencia de su progenitor», dijo Gustave
Arosa, condolido hasta los huesos. «Tu madre tenía apenas diez años y era la primera
vez que veía a André Chazal.» Fue el primer rapto, de los tres que la niña padeció. Esos
secuestros hicieron de ella el ser triste, melancólico, lastimado que fue siempre y que tú
pintaste en ese retrato perdido, Palio Pero, peor que el rapto, que esa manera abusiva y
brutal de presentarse a Aline, fueron los motivos del rapto, las razones que indujeron a
esa inmundicia humana a secuestrada. ¡La codicia! ¡El dinero! ¡La ilusión de un rescate con
el oro imaginario del Perú! ¿De dónde le llegó el rumor, el mito, a la escoria muerta de
hambre que era tu abuelo André Chazal, que la mujer que lo abandonó había regresado
del Perú bañada por las riquezas de los Tristán de Arequipa? No la raptó por amor
paternal, ni por orgullo de marido vejado. Sino para chantajear a la abuela Flora y
desplumada de unas imaginarias riquezas que habría traído de América del Sur. «No hay
límites para la vileza, para la bajeza, en ciertos seres humanos», protestó Gustave
Arosa. En efecto, la conducta de André Chazal fue la de los peores especímenes de la
vida animal: los cuervos, los buitres, los chacales, las víboras. El miserable tenía las leyes
de su parte, la mujer que huía de su hogar era, para la beata moral del reino de Louis—
Philippe, tan indigna como una puta, y con menos derechos que las putas a reclamar nada
de la legalidad.
Qué bien se había portado en esa ocasión Madame—la—Colere, ¿no, Paul? Ésas
eran las cosas que hacían que sintieras de pronto una admiración ilimitada, una
solidaridad visceral por esa abuela que murió cuatro años antes de que nacieras. Estaría
rota, destrozada, con el secuestro de su hija. Pero no perdió la presencia de ánimo. Y, a
lo largo de un mes, valiéndose de sus parientes maternos, los Laisney (principalmente su
tío, el comandante Laisney), gestionó un encuentro con su marido. Porque el secuestrador
de Aline seguía siendo su marido ante la ley. La reunión tuvo lugar en Versalles, cuatro
semanas después del rapto, en casa del comandante Laisney. Imaginabas muy bien la
escena y alguna vez garabateaste unos bocetos representándola. La fría discusión, los
reproches, los gritos. Y, de pronto, la magnífica abuela reventándole un florero, ¿una
olla, una silla?, a Chazal en la cabeza, y, aprovechando la confusión, tomando a Aline de la
mano y escapando con ella por las calles desiertas y empapadas de Versalles. Una lluvia
providencial facilitó su fuga. ¡Qué abuela la tuya, Koke!
A partir de ese soberbio rescate, en la memoria de Paul aquella historia se
enredaba, espesaba y repetía, como en un mal sueño. Denunciada, perseguida, la abuela
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Flora iba de comisaría en comisaría, de fiscal en fiscal, de tribunal en tribunal. Como el
escándalo prestigia a los abogados, un joven leguleyo ambicioso y vil, que haría carrera
política, Jules Favre, asumió la defensa de André Chazal, en nombre del Orden, de la
Familia Cristiana, de la Moral, y se dedicó a hundir en el descrédito a la fugitiva del
hogar, madre indigna, esposa infiel. ¿Y la niña? ¿Qué pasaba con tu madre, todo ese
tiempo? Era enviada por los jueces a unos internados ófricos, donde Chazal y la abuela
Flora podían visitada, por separado, sólo una vez al mes.
El 28 de julio de 1836 Aline fue secuestrada por segunda vez. Su padre la sacó a
la fuerza del internado regentado por mademoiselle Durocher, 5 rue d'Assas, y la
encerró, en secreto, en un pensionado de mala muerte, en la rue du Paradis—
Poissonniere. «¿Te imaginas el estado de ánimo de esa niña con semejantes sobresaltos,
Paul?», lloriqueó Gustave Arosa. A las siete semanas, Aline escapó de ese encierro,
descolgándose por una ventana, y consiguió llegar donde la abuela Flora, quien vivía ya en
la rue du Bac. La niña pudo disfrutar un par de meses de la casa materna.
Porque Chazal, gracias al leguleyo Jules Favre consiguió que la justicia y la policía
se lanzaran a la caza de la criatura, en nombre de la patria potestad. El 20 de noviembre
de 1836 Aline fue raptada por tercera vez, ahora por un comisario, en la puerta de su
casa, y entregada a su padre. Al mismo tiempo, el procurador del rey y el juez hacían
saber a la abuela Flora que cualquier intento de arrebatar a Aline a su progenitor
significaría para ella la cárcel.
Ahora venía la parte más sucia y maloliente de la historia. Tan sucia y maloliente
que, aquella tarde, cuando Gustave Arosa, creyendo congraciarse así contigo, te mostró
la cartita de abril de 1837 que la niña hizo llegar a la abuela Flora cinco meses después
de haber sido secuestrada por tercera vez, apenas comenzaste a leerla cerraste los
ojos, enfermo de asco, y se la devolviste a tu tutor. Aquella cartita había figurado en el
juicio, aparecido en los periódicos, formado parte del expediente judicial, hecho correr
habladurías y chismes en los salones y mentideros parisinos. André Chazal vivía en un
cubil sórdido, en Montmartre. La niña, desesperada, con faltas de ortografía en cada
frase, rogaba a su madre que la rescatara. Tenía miedo, dolor, pánico, en las noches,
cuando su padre —«el señor Chazal», decía—, generalmente borracho, la hacía acostarse
desnuda con él en la única cama del lugar, y, él, asimismo desnudo, la abrazaba, la besaba,
se frotaba contra ella, y quería que ella también lo abrazara y lo besara. Tan sucio, tan
maloliente, que Paul prefería pasar como sobre ascuas por ese episodio y la denuncia que
hizo la abuela Flora contra André Chazal por violación e incesto. Terribles, enormes
acusaciones que provocaron el concebible escándalo, pero que, gracias al arte consumado
de esa otra fiera, la del foro, Jules Favre, depararon sólo unas pocas semanitas de
cárcel al violador incestuoso, ya que, aunque los indicios lo condenaban, el juez dictaminó
que «no se pudo probar de manera fehaciente el hecho material del incesto». La
sentencia condenaba a la niña, una vez más, a vivir separada de su madre, en un
internado.
¿Habías puesto todos esos dramas mezclados con gran guiñol en el Retrato de
Afine Gauguin, Paul? N o estabas seguro. Querías recuperar esa tela para averiguarlo.
¿Era una obra maestra? Tal vez, sí. La mirada de tu madre en el cuadro, recordabas,
despedía, desde su timidez congénita, un fuego quieto, oscuro, con visajes azulados, que
traspasaba al espectador e iba a perderse en un punto indeterminado del vacío. «¿Qué
miras en mi cuadro, madre?» «Mi vida, mi pobre y miserable vida, hijo mío. Y la tuya
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también, Paul. Yo hubiera querido que, a diferencia de lo que le ocurrió a tu abuelita, a
mí, a tu pobre padre que murió en medio del mar y enterramos en ese fin del mundo, tú
tuvieras otra vida. De persona normal, tranquila, segura, sin hambre, sin miedo, sin
fugas, sin violencia. No pudo ser. Te legué la mala suerte, Paul. Perdóname, hijo mío.»
Cuando, un rato después, debido a los sollozos de Koke, Pau'ura se despertó y le
preguntó por qué lloraba así, él le mintió:
—Me ha vuelto el ardor a las piernas y, qué desgracia, el ungüento se ha acabado.
Te pareció que la luna, la radiante Hina, la diosa de los Ariori, los antiguos
maoríes, quieta en el cielo de Punaauia, luciente en medio de las hojas entrelazadas del
cuadrado de la ventana, también se entristecía.
Ya casi no quedaba un centavo de la herencia del tío Zizi y del dinero que trajo
de París. Ni Daniel, ni Schuff, ni Ambroise Vollard ni los otros galeristas a los que había
dejado pinturas y esculturas en Francia, daban señales de vida. El corresponsal más fiel
era, siempre, Daniel de Monfreid. Pero no conseguía comprador para una sola tela, una
sola talla, ni un miserable apunte. Comenzaban a faltar los víveres y Pau'ura se quejaba.
Paul propuso al chino, dueño del único almacén de Punaauia, un trueque: le daría dibujos y
acuarelas para que los alimentara a él y a su vahine mientras le llegaba dinero de Francia.
A regañadientes, el almacenero terminó por aceptar.
A las pocas semanas, Pau'ura vino a decide que el chino, en vez de guardar sus
dibujos, colgados en las paredes o tratar de venderlos, los usaba para envolver la
mercadería. Le mostró los restos de un paisaje de mangos de Punaauia, manchado,
arrugado y con residuos de escamas de pescado. Cojeando, apoyándose en el bastón que
ahora usaba para el menor desplazamiento incluso dentro de la cabaña, Paul fue al
almacén e increpó al dueño su falta de sensibilidad. Subió tanto la voz que el chino lo
amenazó con denunciado a los gendarmes. Desde entonces, Paul fue extendiendo su odio
del almacenero de Punaauia a todos los chinos de Tahití.
No sólo la falta de dinero y los males físicos lo tenían exacerbado, siempre a
punto de estallar en una rabieta. Era, también, la obsesionante memoria de su madre y
de ese retrato del que no quedaba rastro. ¿Dónde había ido a parar? ¿Y por qué la
desaparición de esa tela —habías extraviado tantas sin el menor pestañeo— te tenía
sumido en el abatimiento, con el espíritu lleno de malos presagios? ¿Te estabas
loqueando, Paul?
Estuvo tiempo sin pintar, limitándose a trazar algunos bocetos en sus cuadernos
y a esculpir pequeñas máscaras. Lo hacía sin convicción, distraído por las preocupaciones
y el malestar físico. Le vino una inflamación en el ojo izquierdo, que lagrimeaba todo el
tiempo. El boticario de Papeete le dio unas gotas para la conjuntivitis, pero no le hicieron
el menor efecto. Como la visión de ese ojo irritado disminuyó mucho, se asustó: ¿ibas a
quedarte ciego? Fue al Hospital Vaiami y el médico, el doctor Lagrange, lo obligó a
internarse. Desde allí Paul escribió a los Molard, sus vecinos de la rue Vercingétorix, una
carta lastrada de amargura, en la que les decía: «La mala fortuna me ha perseguido
desde niño. Nunca tuve suerte, nunca alegrías. Siempre la adversidad. Por eso grito:
Dios, si existes, te acuso de injusticia y maldad».
El doctor Lagrange, de larga estadía en las colonias francesas, nunca le tuvo
simpatía. Era un cincuentón demasiado burgués y formal —calvito, anteojos sin montura
prendidos en la puma de la nariz, cuellito duro y corbata mariposa a pesar del calor de
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Tahití— para hacer buenas migas con ese bohemio, de costumbres desaforadas, que
convivía con indígenas, y del que circulaban las peores historias por todo Papeete. Pero
era un profesional concienzudo y lo sometió a rigurosos exámenes. Su diagnóstico no
tomó a Paul por sorpresa. La inflamación del ojo era otra manifestación de la
enfermedad impronunciable. Ésta había evolucionado hasta una etapa más grave, según
indicaban la erupción y supuraciones de sus piernas. ¿Seguiría empeorando, pues? ¿Hasta
cuánto, doctor Lagrange?
—Es una enfermedad de largo aliento —evadió la respuesta el médico——. Usted
lo sabe. Siga el tratamiento de manera rigurosa. Y cuidado con el láudano, no se exceda
de la dosis que le he indicado.
El médico vaciló. Quería añadir algo, pero no se atrevía, temiendo sin duda tu
reacción, pues en Papeete te habías hecho fama de intemperante.
—Soy un hombre capaz de recibir malas noticias —lo animó Paul.
—Usted sabe, también, que ésta es una enfermedad muy contagiosa —murmuró el
médico, mojándose los labios con la punta de la lengua—. Sobre todo, si se tienen
relaciones sexuales. En ese caso, la transmisión del mal es inevitable.
Paul estuvo a punto de contestarle una grosería, pero se contuvo, para no agravar
los problemas que ya tenía. A los ocho días de internado, la administración le pasó una
factura por ciento dieciocho francos, advirtiéndole que si no la cancelaba de inmediato,
se interrumpiría el tratamiento. Esa noche, se escapó de su cuarto por una ventana y
ganó la calle saltando la reja. Regresó a Punaauia en el coche público. Pau'ura le anunció
que estaba encinta, de cuatro meses. Le contó también que el chino del almacén, en
represalia por sus gritos, había hecho correr por la aldea el rumor de que Paul tenía
lepra. Los vecinos, asustados por esa enfermedad que infundía pavor, se estaban
concertando para pedir a las autoridades que lo echaran del pueblo, lo internaran en un
leprosorio o le exigieran alejarse de los centros poblados de la isla. El padre Damián y el
reverendo Riquelme los apoyaban, porque, aunque sin duda no creían en las habladurías
del chino, querían aprovechar la ocasión para librar a la aldea de un lujurioso y un impío.
Nada de esto lo asustó ni preocupó demasiado. Pasaba buena parte del día
tumbado en la cabaña, adormecido en un sopor que le vaciaba la mente de todo recuerdo
o nostalgia. Como su única fuente de aprovisionamiento se había terminado, él y Pau'ura
se alimentaban de mangos, bananas, cocos y los frutos del árbol del pan, que ella iba a
recoger por los alrededores, y de los regalos de pescado que, a veces, le hacían sus
amigas, a escondidas de las familias.
Por esta época, por fin, a Paul se le fue olvidando el retrato de su madre.
Reemplazó a Aline Gauguin otro tema obsesivo: la convicción de que la sociedad secreta
de los Ariori todavía existía. Había leído sobre ella en el libro del cónsul MoerenhouT
dedicado a las antiguas creencias de los maoríes que le prestó el colono Auguste Goupil.
y un buen día se puso a afirmar a diestra y siniestra que los nativos de Tahití mantenían
la existencia de esta sociedad mítica en la clandestinidad, defendiéndola celosamente de
los forasteros, europeos o chinos. Pau'ura le decía que veía visiones; los maoríes de la
aldea que todavía venían a visitado le aseguraban que deliraba. Aquella sociedad secreta
de los Ariori, dioses y señores de los antiguos tahitianos, la gran mayoría de ellos la
desconocía por completo. Y los pocos maoríes que habían oído hablar de los Ariori le
juraron que ya ningún nativo creía en semejantes antiguallas, que eran creencias
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enterradas en un brumoso pasado. Pero Paul, hombre terco y de ideas fijas, siguió día y
noche, durante varios meses, con el tema de los Ariori. Y empezó a tallar ídolos y
estatuas de madera y a pintar telas inspiradas en esos personajes fabulosos. Los Ariori
le devolvieron las ganas de pintar.
«Me engañan», pensabas. Seguían viendo en ti a un europeo, a un popa a, no al
bárbaro que eras ya en el alma. Unas pocas decenas de años de colonización francesa no
podían haber borrado siglos de creencias, ritos, mitos. Era inevitable que, en un
movimiento defensivo, los maoríes hubieran ocultado aquella tradición religiosa en una
catacumba espiritual, fuera del alcance de pastores protestantes y de curas católicos,
enemigos de sus dioses. La sociedad secreta de los Ariori, que hizo vivir a los maoríes de
todas las islas su período más glorioso, estaba viva. Se reunirían en lo más espeso del
bosque a celebrar las antiguas danzas y cantar, y se expresarían siempre en los tatuajes,
que, aunque no tan elaborados y misteriosos como los de las islas Marquesas, también,
pese a las prohibiciones, florecían en Tahití escondidos bajo los pareas. Esos tatuajes
revelaban, a quien sabía leerlos, la posición del individuo en la jerarquía de los Ariori.
Cuando Paul empezó a asegurar que, en el espeso silencio de los bosques, todavía se
practicaban la prostitución sagrada, la antropofagia y los sacrificios humanos, en
Punaauia corrió la voz de que, aunque tal vez era falso que el pintor tuviera lepra, lo
probable.
era que hubiera perdido la razón. La gente terminó riéndose de él cuando les pedía,
a veces implorante, a veces furioso, que le revelaran el secreto de los tatuajes, y que lo
iniciaran en la sociedad de los Ariori: Koke había hecho ya bastantes méritos, Koke ya se
había vuelto un maorí.
Una carta de Mette cerró esa siniestra etapa con un golpe final. Una carta seca,
fría, escrita hacía dos meses y medio: su hija Aline, poco después de cumplir veinte años,
había fallecido ese enero, a consecuencia de una pulmonía contraída debido al frío al que
estuvo expuesta al regresar de un baile, en Copenhague.
—Ahora ya sé por qué, desde que volví de Europa, me ha perseguido el recuerdo
de mi madre y de su retrato —le dijo Paul a Pau'ura, con la carta de Mette en las
manos—. Era un anuncio. Mi hija se llamaba Aline en recuerdo de ella. Era también
delicada, algo tímida. Espero que no sufriera tanto en su infancia como la otra Aline
Gauguin.
—Yo tengo hambre —lo interrumpió Pau'ura, tocándose el estómago, con una
expresión cómica—. No se puede vivir sin comer, Koke. ¿No has visto qué flaco estás?
Tienes que hacer algo para que comamos.



IX. La travesía Avignon, julio de 1844

Cuando hacía sus maletas para viajar de Saint Étienne a Avignon, a fines de junio
de 1844, un desagradable episodio obligó a Flora a cambiar sus planes. Un diario
progresista de Lyon, Le Censeur, la acusó de ser una «agente secreta del Gobierno»
enviada a recorrer el sur de Francia con la misión de «castrar a los obreros»
predicándoles el pacifismo y de informar a la monarquía sobre las actividades del
movimiento revolucionario. La página calumniosa incluía un recuadro del director,
monsieur Rittiez, exhortando a los trabajadores a redoblar la vigilancia para no caer «en
el juego farisaico de los falsos apóstoles». El comité de la Unión Obrera de Lyon le pidió
ir personalmente a refutar esos embustes.
Flora, sublevada por la infamia, lo hizo de inmediato. En Lyon la recibió el comité
en pleno. En medio de su desazón, fue emocionante volver a ver a Eléonore Blanc, a la que
sintió temblar en sus brazos, el rostro bañado por las lágrimas. En el albergue, leyó y
releyó las delirantes acusaciones. Según Le Censeur, se descubrió su condición dúplice
cuando llegaron a manos del procurador los objetos decomisados por el comisario de
Lyon, monsieur Bardoz, en el Hotel de Milan; entre ellos habría aparecido la copia de un
informe enviado por Flora Tristán a las autoridades sobre sus encuentros con dirigentes
obreros.
La sorpresa y la cólera no le permitieron pegar los ojos, pese al agua de azahar
que Eléonore Blanc la obligó a beber a sorbitos, cuando estaba ya acostada. A la mañana
siguiente, luego de apurar una taza de té, fue a instalarse en la puerta de Le Censeur,
exigiendo ver al director. Pidió a sus compañeros del comité que la dejaran sola, pues si
Rittiez la veía acompañada seguramente se negaría a recibida.
Monsieur Rittiez, a quien Flora había conocido de paso en su estancia anterior en
Lyon, la hizo esperar cerca de dos horas, en la calle. Cuando la recibió, muy prudente o
muy cobarde, estaba rodeado de siete redactores, que permanecieron en el atestado y
humoso salón durante toda la entrevista, apoyando a su patrón de una manera tan servil
que Flora sintió náuseas. ¡Y estos pobres diablos eran las plumas del diario progresista
de Lyon!
¿Creía Rittiez, aprovechado ex alumno de los jesuitas que se escurría como una
anguila de las preguntas de Flora sobre aquellas informaciones mentirosas, que la iban a
intimidar esos siete varones con aires de matarifes? Tuvo ganas de decide, de entrada,
que once años atrás, cuando era una inexperta mujercita de treinta años, había pasado
cinco meses en un barco, sola con. diecinueve hombres, sin sentirse cohibida por tantos
pantalones, de manera que ahora, a sus cuarenta y uno, y con la experiencia adquirida,
esos siete sirvientes intelectuales, cobardes y calumniadores, en lugar de asustada la
llenaban de bríos.
El señor Rittiez, en vez de responder a sus protestas «<¿De dónde ha salido la
monstruosa mentira de que soy una espía?» «¿Dónde está la supuesta prueba encontrada
en mis papeles por ese comisario Bardoz, si yo tengo la lista, firmada por él, de todo lo
que me fue decomisado y luego devuelto por la policía y en ella no figura nada de eso?»
«¿Cómo osa su diario calumniar de ese modo a quien dedica toda su energía a luchar por
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los obreros?»), se limitaba, una y otra vez, a repetir como un loro, accionando igual que si
estuviera en el Parlamento: «Yo no calumnio. Yo combato sus ideas, porque el pacifismo
desarma a los obreros y retrasa la revolución, señora». Y, de tanto en tanto, le
reprochaba otra mentira: ser falansteriana y, como tal, predicar una colaboración entre
patrones y obreros que sólo servía a los intereses del capital.
Las dos horas de absurda discusión —un diálogo de sordos—las recordarías,
luego, Florita, como el más deprimente episodio de toda tu gira por el interior de
Francia. Era muy simple. Rittiez y su corte de plumíferos no habían sido sorprendidos ni
engañados, ellos habían cocinado la falsa información. Acaso por envidia, debido al éxito
que tuviste en Lyon, o porque desprestigiarte con la acusación de ser espía era la mejor
manera de liquidar tus ideas revolucionarias, de las que ellos disentían. ¿O su odio se
debía a que eras mujer? Les resultaba intolerable que una hembra hiciera esta labor
redentora, para ellos sólo cosa de machos. Y cometían semejante vileza quienes se
llamaban progresistas, republicanos, revolucionarios. En las dos horas de discusión, Flora
no consiguió que monsieur Rittiez le dijera de dónde había salido la especie que Le
Censeur difundió. Harta, partió, dando un portazo y amenazando con entablar al diario un
proceso por libelo. Pero el comité de la Unión Obrera la disuadió: Le Censeur, diario de
oposición al régimen monárquico, tenía prestigio y un proceso judicial en su contra
perjudicaría al movimiento popular. Preferible contrarrestar la falsa información con
desmentidos públicos.
Así lo hizo los días siguientes, dando charlas en talleres y asociaciones, y
visitando todos los otros diarios, hasta conseguir que al menos dos de ellos publicaran
sus cartas de rectificación. Eléonore no se separó de ella un instante, prodigándole unas
muestras de cariño y devoción que a Flora la conmovían. Qué suerte haber conocido a
una muchacha así, qué fortuna que la Unión Obrera contara en Lyon con una mujercita
tan idealista y tan resuelta.
La agitación y los disgustos contribuyeron a debilitar su organismo. Desde el
segundo día de su regreso a Lyon, comenzó a sentirse afiebrada, con temblores en el
cuerpo y una descomposición de estómago que la fatigaba enormemente. Pero, no por eso
amainó su actividad frenética. Por doquier acusaba a Rittiez de sembrar la discordia en
el movimiento popular desde su periódico.
En las noches, la desvelaba la fiebre. Era curioso. Te sentías, luego de once años,
como en aquellos cinco meses en Le Mexicano, cuando, en la nave que comandaba el
capitán Zacarías Chabrié, cruzaste el Atlántico, y, luego del cabo de Hornos, remontaste
el Pacífico, rumbo al Perú, al encuentro de tus parientes paternos, con la esperanza de
que, además de recibirte con los brazos abiertos y darte un nuevo hogar, te entregaran
el quinto de la herencia de tu padre. Así se resolverían todos tus problemas económicos,
saldrías de la pobreza, podrías educar a tus hijos y tener una existencia tranquila, a
salvo de necesidades y de riesgos, sin temor de caer en las garras de André Chazal. De
esos cinco meses en altamar, en el minúsculo camarote donde apenas podías estirar los
brazos, rodeada de diecinueve hombres —marineros, oficiales, cocinero, grumete,
armador y cuatro pasajeros—, recordabas ese atroz mareo que, como ahora en Lyon los
cólicos estomacales, te succionaba la energía, el equilibrio, el orden mental, y te sumía en
la confusión y la inseguridad. Vivías ahora como entonces, segura de que en cualquier
momento te desplomarías, incapaz de mantenerte erguida, de moverte a compás con los
asimétricos balanceos del suelo que pisabas.
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Zacarías Chabrié se portó como el perfecto caballero bretón que Flora había
intuido en él la noche que lo conoció, en aquella pensión parisina. Extremaba las
atenciones, llevándole él mismo al camarote esas infusiones que supuestamente
controlaban las arcadas, e hizo que le armaran un pequeño lecho en cubierta, junto a las
jaulas de las gallinas y las cajas con verduras, porque al aire libre el mareo se atenuaba y
Flora tenía intervalos de paz. No sólo el capitán Chabrié multiplicó las atenciones hacia
ella. También el segundo de a bordo, Louis Briet, otro bretón. Y hasta el armador Alfred
David, que posaba de cínico y emitía opiniones ferozmente negativas sobre el género
humano y augurios catastrofistas, con ella se dulcificaba y se mostraba servicial y
simpático. Todos en el barco, desde el capitán hasta el grumete, desde los pasajeros
peruanos hasta el cocinero provenzal, hicieron lo imposible para que la travesía te
resultara grata, pese al martirio del mareo.
Pero nada salió en aquel viaje como esperabas, Florita. No te arrepentías de
haberlo hecho, al contrario. Eras ahora lo que eras, una luchadora por el bienestar de la
humanidad, gracias a aquella experiencia. Te abrió los ojos sobre un mundo cuya crueldad
y maldad, cuya miseria y dolor, eran infinitamente peores de lo que hubieras podido
imaginar. Y tú que, por tus pequeñas miserias conyugales, creías haber tocado el fondo
del infortunio.
A los veinticinco días de navegación, Le Mexicano se refugió en la bahía de La
Praia, en la isla de Cabo Verde, para calafatear la sentina, que mostraba filtraciones. y a
ti, Florita, que habías sentido tanta dicha al saber que pasarías unos días en tierra firme
sin que todo se moviera bajo tus pies, en La Praia te fue todavía peor que con el mareo.
En esa localidad de cuatro mil habitantes viste la cara real, espantosa, indescriptible, de
una institución que apenas conocías de oídas: la esclavitud. Siempre recordarías aquella
imagen con que te recibió la placita de armas de La Praia, a la que los recién llegados en
Le Mexicano arribaron luego de cruzar una tierra negra, rocallosa, y escalar el alto
farallón a cuyas orillas se desplegaba la ciudad: dos soldados sudorosos, entre
juramentos, azotaban a dos negros desnudos, atados a un poste, entre nubes de moscas,
bajo un sol de plomo. Las dos espaldas sanguinolentas y los rugidos de los azotados, te
clavaron en el sitio. Te apoyaste en el brazo de Alfred David:
—¿Qué hacen ésos?
—Azotan a dos esclavos que habrán robado, o algo peor —le explicó el armador, con
gesto displicente—. Los amos fijan el castigo y dan unas propinas a los soldados para que
lo ejecuten. Dar latigazos en este calor es terrible. ¡Pobres negreros!
Todos los blancos y mestizos de La Praia se ganaban la vida cazando, comprando y
vendiendo esclavos. La trata era la única industria de esta colonia portuguesa donde
todo lo que Flora vio y oyó, y todas las gentes que conoció en los diez días que demoró
calafatear las bodegas de Le Mexicano, le produjeron conmiseración, espanto, cólera,
horror. Nunca olvidarías a la viuda Watrin, alta y obesa matrona color café con leche,
cuya casa estaba llena de grabados de su admirado Napoleón y de los generales del
Imperio, que, luego de convidarte una taza de chocolate con pastas, te mostró orgullosa
el adorno más original de su sala de estar: dos fetos negros, flotando en unas peceras
llenas de formol.
El terrateniente principal de la isla era un francés de Bayona, monsieur Tappe,
antiguo seminarista que, enviado por su orden a realizar trabajo apostólico en las
misiones africanas, desertó, para dedicarse a la tarea, menos espiritual, más productiva,
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de la trata de negros. Era un cincuentón rollizo y congestionado, de cuello de toro, venas
salientes y unos ojos libidinosos que se posaron con tanta desfachatez en los pechos y el
cuello de Flora que ella estuvo a punto de abofeteado. Pero, no lo hizo, escuchándolo
fascinada despotricar de los malditos ingleses que, con sus estúpidos prejuicios
puritanos contra la trata, estaban «arruinando el negocio» y llevando a los negreros a la
ruina. Tappe vino a comer con ellos en Le Mexicano, trayéndoles de regalo botijas de
vino y latas de conserva. Flora sintió arcadas viendo la voracidad con que el negrero se
embutía a mordiscos las piernas de cordero y el asado de carne, entre largos tragos de
vino que lo hacían eructar. Tenía en la actualidad veintiocho negros, veintiocho negras y
treinta y siete negritos, que, decía, gracias «a don Valentín» —el látigo que llevaba
enrollado en la cintura— «se portaban bien». Ya borracho, les confesó que, debido al
temor de que sus sirvientes lo envenenaran, se había casado con una de sus negras, a la
que le hizo tres hijos «que salieron como el carbón». A su mujer le hacía probar todas
las comidas y bebidas por si los esclavos intentaban envenenarlo.
Otro personaje que quedaría grabado en la memoria de Flora fue el desdentado
capitán Brandisco, un veneciano, cuya goleta estaba anclada en la bahía de La Praia junto
a Le Mexicano. Los invitó a cenar en su barco y los recibió vestido como figurante de
opereta cómica: sombrero de plumas de pavo real, botas de mosquetero, un apretado
pantalón de terciopelo rojo y una camisola tornasolada con pedrerías que destellaban.
Les mostró un baúl de sartas de vidrio, que, se jactó, cambiaba por negros en las aldeas
africanas. Su odio al inglés era peor que el del ex seminarista Tappe. Al veneciano, los
ingleses lo sorprendieron en altamar con un barco lleno de esclavos y le confiscaron la
nave, los esclavos, todo lo que tenía a bordo, y lo encerraron por dos años en una prisión,
donde contrajo una piorrea que lo dejó sin dentadura. A los postres, Brandisco intentó
venderle a Flora a un negrito muy despierto, de quince años, para que fuera «su paje». A
fin de convencerla de lo sano que era el muchachito, ordenó al adolescente que se sacara
el taparrabos, y él, al instante, les mostró sonriendo sus vergüenzas.
Sólo tres veces bajó Flora de Le Mexicano para visitar La Praia, y, las tres, vio en
la candente placita a soldados de la guarnición colonial azotando esclavos por cuenta de
sus dueños. El espectáculo la entristecía y enfurecía tanto que decidió no sufrido más. Y
anunció a Chabrié que permanecería en el barco hasta el día de la partida.
Fue la primera gran lección de ese viaje, Florita. Los horrores de la esclavitud,
injusticia suprema en este mundo de injusticias que había que cambiar, para volverlo
humano. Y, sin embargo, en el libro que publicaste en 1838, Peregrinaciones de una paria,
contando aquel viaje al Perú, en el relato de tu paso por La Praia incluías aquellas frases
sobre «el olor a negro, que no puede compararse con nada, que da náuseas y que persigue
por todas partes» de las que nunca te arrepentirías bastante. ¡Olor a negro! Cuánto
habías lamentado después esa imbecilidad frívola, que repetía un lugar común de los
esnobs parisinos. No era el «olor a negro» lo repugnante en aquella isla, sino el olor a la
miseria y la crueldad, al destino de esos africanos al que los mercaderes europeos
habían, convertido en productos comerciales. Pese a todo lo que habías aprendido en
materia de injusticia, todavía eras una ignorante cuando escribiste las Peregrinaciones
de una paria.
El último día en Lyon fue el más atareado de los cuatro. Se levantó con fuertes
cólicos, pero a Eléonore, que le aconsejaba quedarse en cama, le respondió: «A una
persona como yo no le está permitido enfermarse». Medio arrastrándose, fue a la
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reunión que el comité de la Unión Obrera le tenía organizado en un taller con una
treintena de sastres y cortadores de paños. Eran todos comunistas icarianos, y tenían
como su biblia (aunque muchos sólo lo conocían de oídas pues eran iletrados) el último
libro de Étienne Cabet, publicado en 1840: Viaje por Icaria. En él, el antiguo carbonario,
con el subterfugio de relatar las supuestas aventuras de un aristócrata inglés, Lord
Carisdall, en un fabuloso país igualitario sin bares ni cafés ni prostitutas ni mendigos —
¡pero con baños en las calles!—, ilustraba sus teorías sobre la futura sociedad comunista,
donde, mediante los impuestos progresivos a la renta y a la herencia, se lograría la
igualdad —económica, se aboliría el dinero, el comercio y se establecería la propiedad
colectiva. Sastres y cortadores estaban dispuestos a viajar al África o América, como lo
hizo Robert Owen, a constituir allá la sociedad perfecta de Étienne Cabet, y cotizaban
para la adquisición de tierras en ese nuevo mundo. Se mostraron poco entusiasmados con
el proyecto de Unión Obrera universal, que, comparado con su paraíso icariano, donde río
había pobres, ni clases sociales, ni ociosos, ni servicio doméstico, ni propiedad privada,
donde todos los bienes eran comunes y el Estado, «el soberano lean>, alimentaba, vestía,
educaba y entretenía a todos los ciudadanos, les parecía una alternativa mediocre. Flora,
a modo de despedida, ironizó: era egoísta querer ir a refugiarse en un Edén particular
dando la espalda al resto del mundo, y muy ingenuo creer al pie de la letra lo que decía
Viaje por Icaria, un libro que no era científico ni filosófico, ¡nada más que una fantasía
literaria! ¿Quién, con dos dedos de sensatez en la mollera, iba a tomar una novela como
un libro doctrinario y una guía para la revolución? ¿Y qué clase de revolución era esa del
señor Cabet que tenía a la familia por sagrada y conservaba la institución del matrimonio,
compraventa disimulada de las mujeres a sus maridos?
La mala impresión que tuvo con los sastres quedó borrada en la cena de despedida
que le organizó el comité de la Unión Obrera, en una asociación de tejedores. Colmaron
el vasto local más de trescientos obreros y obreras, que, en el curso de la velada, la
ovacionaron varias veces, y entonaron La Marsellesa del trabajador, compuesta por un
zapatero. Los oradores dijeron que las calumnias de Le Censeur habían servido para
prestigiar más la obra que Flora Tristán realizaba, y mostrar las envidias que despertaba
en los fracasados. Se sintió tan conmovida con este homenaje que, les dijo, valía la pena
ser insultada por los Rittiez de este mundo si el premio era una noche así. Esta sala
archirrepleta probaba que la Unión Obrera era imparable.
Eléonore y los demás miembros del comité la despidieron, a las tres de la
madrugada, en el embarcadero. Las doce horas en el barquito sobre el Ródano,
contemplando las orillas coronadas de montañas, en cuyas cumbres con cipreses vio
despuntar el amanecer mientras se deslizaban hacia Avignon, volvieron a traerle a la
memoria las imágenes de aquella travesía en Le Mexicano, desde Cabo Verde hasta las
costas de América del Sur. Cuatro meses sin pisar tierra, viendo sólo el mar y el cielo y a
sus diecinueve compañeros, en esa prisión flotante que la tenía, un día sí y otro también,
descompuesta con el mareo. Lo peor fue el cruce de la línea ecuatorial, entre tormentas
diluviales que sacudían la nave y la hacían crujir y chirriar como si fuera a desintegrarse,
y obligaban a marinos y pasajeros a andar amarrados a las barras y anillos de la cubierta
para que no los arrebataran las olas.
¿Se habían enamorado de ti los diecinueve varones de Le Mexicano, Florita?
Probablemente. Lo seguro era que todos te deseaban, y que, en ese encierro forzado,
tener cerca a una mujercita de grandes ojos negros, largos cabellos andaluces, cintura
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de maniquí y gestos graciosos, los desasosegaba y enloquecía. Estabas segura de que no
sólo el adolescente grumete, también algunos marineros, imaginándote, se gratificaban a
escondidas con las suciedades que le habías descubierto en Burdeos a Ismaelillo, el
Eunuco Divino. Todos te deseaban, sí, por ese encierro y privaciones que realzaban tus
encantos, aunque ninguno te llegara jamás a faltar el respeto, y sólo el capitán Zacarías
Chabrié te declarara formalmente su amor.
Ocurrió en La Praia, una de esas tardes en que todos desembarcaban, menos
Flora, por no ver azotar a los esclavos. Chabrié se quedaba acompañándola. Era
agradable conversar con el educado bretón, en la proa del barco, viendo ponerse el sol en
una fiesta de colores allá en el horizonte. Amenguaba el ardiente calor, corría una brisa
tibia y el cielo fosforecía. Algo grueso, atildado, las buenas maneras y la exquisita
cortesía de este tenor frustrado que no llegaba a la cuarentena, lo mejoraban
físicamente, hasta lo hacían aparecer por momentos apuesto. Pese al disgusto que te
provocaba el sexo, no podías dejar de coquetear con el marino, divertida con las
emociones que suscitaba en él verte reír a boca llena, o contestarle con una ocurrencia
chispeante, pestañeando, exagerando el aleteo de las manos, o estirando una pierna bajo
la falda hasta dejar entrever la finura de tu tobillo. Chabrié se ruborizaba, feliz, y, a
veces, para entretenerte, entonaba una romanza, un aria de Rossini o un vals vienés, con
potente y armoniosa voz. Pero, aquella tarde, alentado tal vez por la munificencia del
crepúsculo, o porque tus gracias fueron más lejos—que de costumbre, el caballeroso
bretón no pudo contenerse, y asiendo con delicadeza una de tus manos entre las suyas,
se la llevó a los labios, murmurando:
—Perdone mi atrevimiento, mademoiselle. Pero, no puedo resistir más, debo
decírselo: yo la amo.
La larga y temblorosa declaración de amor transpiraba sinceridad y decencia,
cortesía, buena crianza. Tú lo escuchabas desconcertada. ¿Existían, pues, hombres así?
Correctos, sensibles, delicados, convencidos de que la mujer debía ser tratada con el
pétalo de una flor, como en las novelitas románticas. El marino estaba trémulo, tan
avergonzado de su atrevimiento que, compadecida, aunque sin aceptar formalmente su
amor, le diste esperanzas. Grave error, Florita. Estabas impresionada con su hombría de
bien, con la pureza de sus intenciones, y le dijiste que siempre lo querrías como al mejor
de los amigos. En un rapto que te traería luego problemas, tomaste entre tus manos la
enrojecida cara de Chabrié, y lo besaste en la frente. El capitán de Le Mexicano,
santiguándose, agradeció a Dios haber hecho de él en ese instante el ser más
bienaventurado de la Tierra.
¿ Te habías arrepentido, Florita, en estos once años de haber jugado en aquel
viaje con los sentimientos del buen Zacarías Chabrié? Se lo preguntaba, mientras el
barquito sobre el Ródano se aproximaba a Avignon. Como otras veces, se respondió:
«No». No te arrepentías de esos juegos, coqueterías y mentiras que habían tenido a
Chabrié en ascuas, durante la travesía hasta Valparaíso, creyendo que hacía progresos,
que en cualquier momento mademoiselle Flora Tristán le daría el sí .definitivo. Habías
jugado con él sin el menor escrúpulo, alentándolo con tus ambiguas respuestas yesos
estudiados abandonos en que permitías a veces al marino, cuando iba a visitarte al
camarote en un momento de sosiego en el mar, que te besara las manos, o cuando, de
pronto, en un transporte emotivo, para que siguiera contándote su vida —sus viajes, sus
ilusiones de joven en Lorient de ser cantante de ópera, la decepción que tuvo con la única
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mujer que quiso en su vida antes de conocerte—, le permitías descansar su cabeza en tus
rodillas y le acariciabas los ralísimos cabellos. Alguna vez, incluso, dejaste que los labios
de Chabrié rozaran los tuyos. ¿No te arrepentías? «No.»
El bretón creyó a pie juntillas que Flora era una madre soltera, cuando ella le dio
una explicación sobre la mentira que le había pedido fingir el día del embarque en
Burdeos. Pensó que, al cumplido católico que era el marino, lo escandalizaría saber que
Flora había tenido una hija fuera del matrimonio. Pero, por el contrario, conocer «su
desgracia», alentó a Chabrié a proponerle que se casaran. Adoptaría a la niña y se irían a
vivir lejos de Francia, donde nadie pudiera recordar a Florita la villanía del hombre que
mancilló su juventud: Lima, California, México, la mismísima India si ella lo prefería.
Aunque nunca sentiste amor por él, lo cierto era, ¿no, Florita?, que alguna vez te tentó la
idea de aceptar su oferta. Se casarían, se instalarían en un lugar alejado y exótico,
donde nadie te conociera ni pudiera acusarte de bígama. Allí llevarías una existencia
tranquila y burguesa, sin miedo y sin hambre, bajo la protección de un caballero
intachable. ¿Lo hubieras soportado, Andaluza? Por supuesto que no.
El embarcadero de Avignon ya estaba allí. En lugar de seguir escarbando el
pasado, volver al presente. Manos a la obra. No había tiempo que perder, Florita, la
redención de la humanidad no admitía demoras.
No resultó fácil redimir a estos obreros aviñoneses con quienes a duras penas
conseguía comunicarse, porque la mayoría casi no hablaba francés, sólo la lengua regional.
En París, esa reliquia de las asociaciones obreras que era Agricol Perdiguier, apodado el
Aviñonés Virtuoso, pese a estar en desacuerdo con sus tesis sobre la Unión Obrera, le
había dado unas cartas de presentación para gentes de su ciudad natal. Gracias a ellas,
Flora pudo celebrar reuniones con los obreros de las fábricas de paños y con los
trabajadores del ferrocarril Avignon—Marsella, los mejor pagados de la región (dos
francos al día). Pero, no fueron muy exitosas, debido a la prodigiosa ignorancia de estos
hombres, que, pese a ser explotados con ferocidad, carecían de reflejos y vegetaban,
conformes con su suerte. En la reunión con los obreros de las fábricas de paño, apenas
vendió cuatro ejemplares de La Unión Obrera, y, en la de los ferrocarrileros, diez. Los
aviñoneses no tenían muchas ganas de hacer la revolución.
Cuando supo que, en las cinco fábricas textiles del industrial más rico de Avignon,
los horarios de trabajo eran de veinte horas diarias, tres o cuatro más que lo
acostumbrado, quiso conocer a ese patrón. Monsieur Thomas no tuvo reparo en recibida.
Vivía en el antiguo palacio de los duques de Crillon, en la fue de la Masse, donde la citó
muy de mañana. El bellísimo local albergaba, por dentro, un caos de muebles y cuadros de
distintas épocas y estilos, y el despacho del señor Thomas —un ser esquelético y
nervioso, de una energía que se le escapaba por los ojos— era viejo, sucio, con las
paredes despintadas, y cantidades de papeles, cajas y carpetas por el suelo, entre los
cuales apenas podía ella moverse.
—No exijo a mis obreros nada que no haga yo mismo —le ladró a Flora, cuando
ésta, luego de explicarle su misión, le reprochó que sólo dejara a los trabajadores cuatro
horas para dormir—. Porque yo trabajo desde el alba hasta la medianoche, vigilando
personalmente la marcha de mis talleres. Un franco al día es una fortuna para un inútil.
No se deje engañar por las apariencias, señora. Viven como miserables porque no saben
ahorrar. Se gastan lo que ganan bebiendo alcohol. Yo, para que usted lo sepa, soy
abstemio.
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Le explicó a Flora que él no imponía los horarios. A quien no gustaba ese sistema,
podía buscar trabajo en otra parte. Para él no era problema; cuando faltaba mano de
obra en Avignon, la importaba de Suiza. Con esos bárbaros de las montañas alpinas jamás
tuvo problemas: trabajaban calladitos y agradecidos con el salario que les pagaba. Ellos
sí que sabían ahorrar, esos suizos embrutecidos.
Sin reflexionar ni un instante, dijo a Flora que no pensaba darle un centavo para
su proyecto de Unión Obrera, porque, aunque él no fuera muy enterado, había algo en sus
ideas que se le antojaba anarquista y subversivo. Por eso, tampoco le compraría un solo
libro.
—Le agradezco la franqueza, señor Thomas —dijo Flora, poniéndose de pie—.
Como no volveremos a vernos las caras, permítame decide que usted no es un ser
cristiano, ni civilizado, sino un antropófago, un comedor de carne humana. Si algún día
sus obreros lo cuelgan, se lo habrá ganado.
El industrial se echó a reír a carcajadas, como si Flora le hubiera rendido un
homenaje.
—A mí, las mujeres de carácter me gustan —la aprobó, exultante—. Si no
estuviera tan ocupado, la invitaría a pasar un fin de semana en mi finca, en el Vaucluse.
Usted y yo nos entenderíamos de maravilla, mi señora.
No todos los empresarios de Avignon resultaron tan toscos. Monsieur Isnard la
recibió con cortesía, la escuchó, se suscribió con veinticinco francos a la Unión Obrera y
le encargó veinte libros «para repartidos entre los obreros más inteligentes». Reconoció
que, a diferencia de Lyon, ciudad tan moderna en todos los sentidos, Avignon estaba
políticamente en la prehistoria. Los obreros eran indiferentes, y las clases directoras se
dividían entre monárquicos y napoleonistas, cosas bastante parecidas aunque con
etiquetas diferentes. No le auguraba muchos éxitos en su cruzada para acabar con la
injusticia, pero se los deseaba.
Flora no se dejó desmoralizar por esos malos pronósticos, ni por la colitis que, sin
tregua, la atormentó los diez días de Avignon. En las noches, en la pensión El Oso, como
no podía dormir y hacía calor, abría la ventana para sentir la brisa y ver el cielo de
Provenza, cuajado de estrellas, tan numerosas y titilantes como las que contemplabas
desde Le Mexicano, en las noches tranquilas, luego de pasar la región ecuatorial, en esas
cenas en cubierta que el capitán Chabrié amenizaba cantando canciones tirolesas y arias
de Rossini, su compositor preferido. Alfred David, el armador, aprovechaba sus
conocimientos de astronomía para enseñar a Flora los nombres de las estrellas y las
constelaciones, con la paciencia de un buen maestro de escuela. Los celos hacían
palidecer al capitán Chabrié. También debía sentir celos con las prácticas de español que
hacías, ayudada por los diligentes pasajeros peruanos, el cusqueño Fermín Miota, su
primo don Fernando, el viejo militar don José y su sobrino Cesáreo, quienes se
disputaban por enseñarte los verbos, corregirte la sintaxis e ilustrarte sobre las
variantes fonéticas del español que se hablaba en el Perú. Pero, aunque Chabrié debía
sufrir por las atenciones que los demás te prodigaban, no lo decía. Era demasiado
correcto y educado para hacerte escenas de celos. Como le habías dicho que al llegar a
Valparaíso le darías una respuesta definitiva, esperaba, sin duda rezando cada noche
para que le dieras el sí.
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Después de los calores ecuatoriales, y de unas semanas de calma chicha y buen
tiempo en que el mareo cedió y la travesía se volvió más llevadera —pudiste devorar los
libros de Voltaire, Victor Hugo y Walter Scott que llevabas contigo—, Le Mexicano
enfrentó la peor etapa del viaje: el cabo de Hornos. Cruzado en julio y agosto era
arriesgarse a naufragar a cada momento. Los vientos huracanados parecían empeñarse
en precipitar el barco contra las montañas de hielo que les salían al encuentro y
tormentas de nieve y granizo les caían encima, anegando camarotes y bodegas. Día y
noche vivían aterrados y semicongelados. El miedo a morir ahogada mantuvo a Flora sin
pegar los ojos en esas semanas terribles, viendo, admirada, cómo los oficiales y
marineros de Le Mexicano, empezando por Chabrié, se multiplicaban, izando o arriando
las velas, achicando el agua, protegiendo las máquinas, reparando los destrozos, en
jornadas que los tenían sin descansar y sin comer doce o catorce horas seguidas. La
mayor parte de la tripulación llevaba poco abrigo. Los marineros tiritaban de frío y caían
a veces derribados por la fiebre. Hubo accidentes —un maquinista resbaló desde el palo
de mesana y se rompió una pierna— y una epidemia cutánea, con escozor y forúnculos,
contaminó a medio barco. Cuando, por fin, salieron del cabo y la nave comenzó a
remontar el litoral de América del Sur por las aguas del Pacífico, rumbo a Valparaíso, el
capitán Chabrié presidió una ceremonia religiosa de acción de gracias, por haber salido
con vida de esta prueba, que pasajeros y tripulantes —la excepción fue el armador
David, que se proclamaba agnóstico— siguieron devotamente. Flora también. Hasta el
cabo de Hornos, nunca habías sentido la muerte tan cerca, Andaluza.
Estaba pensando, precisamente, en aquella ceremonia religiosa y en los sentidos
rezos de Zacarías Chabrié, cuando, una mañana en que disponía de unas horas libres en
Avignon, se le ocurrió visitar la antigua iglesia de Saint Pierre. Los aviñoneses la
consideraban una de las joyas de la ciudad. Se celebraba una misa. Para no distraer a los
fieles, Flora se sentó en una banca del fondo de la nave. Al poco rato sintió hambre —
debido a los cólicos, sus comidas eran frugales— y como llevaba un pan en el bolsillo, lo
sacó y comenzó a comer, con discreción. No le sirvió de mucho, pues, al poco rato, se vio
rodeada por un corro de mujeres enfurecidas, con pañuelos en la cabeza y misales y
rosarios en las manos, que la recriminaban por faltar el respeto a un lugar sagrado y
atropellar los sentimientos de los feligreses durante la santa misa. Les explicó que no
había sido su intención ofender a nadie, que estaba obligada a comer algo cuando tenía
fatiga pues sufría del estómago. En vez de calmadas, sus explicaciones las irritaban más,
y varias de ellas, en francés o provenzal, comenzaron a llamada «judía», «judía
sacrílega». Terminó por retirarse, para que el escándalo no pasara a mayores.
El incidente del que fue víctima al día siguiente al entrar a un taller de tejedores
¿fue consecuencia de lo ocurrido en la iglesia de Saint— Pierre? En la puerta del taller,
en actitud amenazante, cerrándole la entrada, la esperaba un grupo de obreras, o de
mujeres y parientes de obreros, a juzgar por la extremada pobreza de sus ropas.
Algunas iban descalzas. Los intentos de Flora de dialogar con ellas, averiguar qué le
reprochaban, por qué querían impedirle entrar al taller a reunirse con los tejedores, no
dieron resultado. Las aviñonesas, gritando varias a la vez y gesticulando con furia, la
callaban. A medias, pues el francés y la lengua regional se mezclaban en sus bocas, acabó
por entenderlas. Temían que, por su culpa, sus maridos perdieran sus trabajos, e, incluso,
fueran apresados. Algunas parecían celosas de su presencia allí, pues le gritaban
«corruptora» o «puta, puta», mostrándole las uñas. Los dos aviñoneses que la
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acompañaban, discípulos de Agricol Perdiguier, le aconsejaron que renunciara al
encuentro con los tejedores. Tal como estaban de caldeados los ánimos, no se podía
excluir una agresión física. Si venía la policía, Flora pagaría los platos rotos.
Optó por visitar el Palacio de los Papas, convertido ahora en cuartel. No le
interesó el ostentoso y pesado edificio, y menos las pinturas de Devéria y Pradier que
adornaban sus macizas paredes —no había mucho tiempo ni ánimos para gustar del arte
cuando se estaba en una guerra contra los males que agobiaban a la sociedad—, pero
quedó prendada de madame Gros—Jean, la vieja portera que guiaba a los visitantes por
este palacio tan semejante a una prisión. Gorda, tuerta, arrebujada en mantas pese al
fuerte calor veraniego que a Flora la hacía transpirar, enérgica y de una locuacidad
imparable, madame Gros—Jean era una monárquica fanática. Sus explicaciones le servían
de pretextos para despotricar contra la Gran Revolución. Según ella, todas las
desgracias de Francia habían comenzado en 1789, con esos demonios impíos de los
jacobinos, sobre todo el monstruo Robespierre. Enumeraba, con fruición macabra y
violentas condenaciones, las negras hazañas, en Avignon, del bandido robespierrista
Jourdan, apodado el Cortacabezas, que decapitó personalmente a ochenta y seis
mártires y quiso demoler este palacio. Afortunadamente, Dios no lo permitió, y más bien
hizo que Jourdan terminara sus días en la guillotina. Cuando, de pronto, Flora, para ver la
cara que ponía la portera, afirmó que la Gran Revolución era lo mejor que le había pasado
a Francia desde los tiempos de Saint Louis, y el hecho histórico más importante de la
humanidad, madame Gros—Jean tuvo que sujetarse de una columna, fulminada por el
pasmo y la indignación.
La última parte del viaje de Le Mexicano, frente a la costa sudamericana, fue la
menos ingrata. Haciendo honor a su nombre, el mar Pacífico se mostró siempre calmado,
y Flora pudo leer con más tranquilidad, además de los suyos, los libros de la pequeña
biblioteca del barco, que contenía autores como Lord Byron y Chateaubriand a los que
leía por primera vez. Lo hacía tomando notas, estudiándolos, y descubriendo, en cada
página, ideas que la imantaban. También, las lagunas de su educación.
Pero ¿acaso habías tenido alguna educación, Florita? Ésa era la tragedia de tu
vida, no André Chazal. ¿Qué clase de educación tenían las mujeres, incluso hoy día?
¿Hubiera sido posible un episodio como el de esas beatas que te llamaron «judía» en la
iglesia de Saint—Pierre, y las que te creían una «puta» en el taller de tejedores, si las
mujeres recibieran una educación digna de ese nombre? Por eso, las escuelas
obligatorias para mujeres de la Unión Obrera revolucionarían la sociedad.
Le Mexicano atracó en el puerto de Valparaíso a los ciento treinta y tres días de
haber zarpado de Burdeos, con cerca de dos meses de atraso sobre el tiempo previsto.
Valparaíso era una sola calle larguísima, paralela al mar de arenas negras, y en ella se
agitaba una humanidad variopinta, donde parecían representados todos los pueblos del
planeta, a juzgar por la variedad de lenguas que se hablaba, fuera del español: inglés,
francés, chino, alemán, ruso. Todos los mercaderes, mercenarios y aventureros del
mundo que venían a buscarse la vida en América del Sur, entraban al continente por
Valparaíso.
El capitán Chabrié la ayudó a instalarse en una pensión regentada por una
francesa, madame Aubrit. Su llegada provocó una conmoción en el pequeño puerto. Todo
el mundo conocía a su tío, don Pío Tristán, el hombre más rico y poderoso del sur del
Perú, que había estado exiliado un tiempo aquí en Valparaíso. La noticia de la llegada de
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una sobrina francesa de don Pío —ir de París!— alborotó el vecindario. Los tres primeros
días, Flora debió resignarse a recibir una procesión de visitantes. Las familias
principales querían presentar sus saludos a la sobrina de don Pío, de quien todos juraban
ser amigos, y, al mismo tiempo, comprobar con sus propios ojos si lo que decía la leyenda
de las parisinas —bellas, elegantes y diablas— correspondía a la realidad.
Con las visitas, llegó una noticia que hizo a Flora el efecto de una bomba. Su
anciana abuela, la madre de don Pío, en quien había puesto tantas esperanzas para ser
reconocida e integrada en la familia Tristán, había fallecido en Arequipa el 7 de abril de
1833, el mismo día en que Flora cumplía treinta años y se embarcaba en Le Mexicano.
Mal comienzo para tu aventura sudamericana, Andaluza. Chabrié la consoló como pudo, al
ver que ella se ponía lívida. Flora iba a aprovechar la ocasión para decide que estaba
demasiado turbada para dar una respuesta a su oferta de matrimonio, pero, él,
adivinándola, le impidió hablar:
—No, Flora, no me diga nada. No todavía. No es éste el momento para un asunto
tan importante. Siga su viaje, vaya a Arequipa a reunirse con su familia, arregle sus
problemas. Yo iré a verla allá, y entonces me hará conocer su decisión.
Cuando, el 18 de julio de 1844, Flora dejó Avignon, rumbo a Marsella, estaba más
alentada que los primeros días en la ciudad de los Papas. Había constituido un comité de
la Unión Obrera con diez miembros —trabajadores textiles y del ferrocarril, y un
panadero— y asistido a dos intensas reuniones secretas con los carbonarios. Éstos, pese
a ser reprimidos con dureza, seguían activos en Provenza. Flora les explicó sus ideas, los
felicitó por el coraje con que luchaban por sus ideales republicanos, pero consiguió
exasperarlos, al decides que formar sociedades secretas y actuar en la clandestinidad,
eran chiquillerías, romanticismos tan anticuados como las pretensiones de los icarianos
de ir a fundar el Paraíso en América. La lucha había que librada a plena luz, a la vista de
todo el mundo, aquí y en todas partes, para que las ideas de la revolución llegaran a los
trabajadores y los campesinos, a todos los explotados sin excepción, porque sólo ellos,
movilizándose, transformarían la sociedad. Los carbonarios la escuchaban
desconcertados. Algunos, le recriminaron ásperamente formularles críticas que nadie le
había pedido. Otros, parecían impresionados con su audacia. «Después de su visita, tal
vez los carbonarios tengamos que revisar la prohibición de aceptar mujeres en nuestra
sociedad», le dijo el jefe, señor Proné, al despedida.
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X. Nevermore Punaauia, mayo de 1897

Cuando, a fines de mayo de 1896, Pau'ura le dijo que estaba encinta, Koke no dio
importancia a la noticia. y su vahine tampoco; a la manera maorí, tomaba su preñez sin
alegría ni amargura, con tranquilo fatalismo. Había sido una pésima época para él, por el
rebrote de las llagas, los dolores al tobillo y las penurias económicas luego de gastarse
hasta el último centavo de la herencia del tío Zizi. Pero el embarazo de Pau'ura coincidió
con un cambio de suerte. Al mismo tiempo que las llagas de sus piernas una vez más
comenzaban a cerrarse, le llegó un envío de mil quinientos francos de Daniel de
Monfreid: Ambroise Vollard había vendido unas telas y una escultura, por fin. Al ex
soldado francés, Pierre levergos, que, luego de dejar el uniforme se había instalado en
una finquita de frutales en los alrededores de Punaauia y venía a veces a fumarse una
pipa y a tomarse un trago de ron con él, Paul le aseguró, medio en broma medio en serio:
—Desde que supieron que iba a ser padre de un tahitiano, los Ariori han decidido
protegerme. A partir de ahora, con ayuda de los dioses de esta tierra, las cosas irán
bien.
Así ocurrió, por un tiempo. Con dinero y la salud algo mejorada —aunque sabía que
el tobillo lo atormentaría siempre y seguiría cojo de por vida— luego de pagar deudas
pudo volver a comprar aquellos toneles de vino, que, en la puerta de su cabaña, recibían a
los visitantes, y organizar, los domingos, aquellas comidas en las que el plato estrella era
una tortilla babosa, casi líquida, que preparaba él mismo, con aspavientos de maestro
cocinero. Las fiestas provocaron de nuevo las iras del párroco católico y del pastor
protestante de Punaauia, pero Paul no les hacía el menor caso.
Estaba de buen humor, animoso, y, para su propia sorpresa, conmovido al ver
cómo comenzaban a ensancharse la cintura y el vientre de su vahine. La chiquilla no tuvo,
los primeros meses, esos vómitos y mareos que acompañaron todos los embarazos de
Mette Gad. Por el contrario, Pau'ura continuó su régimen de vida, como si ni siquiera
advirtiese que germinaba un ser en sus entrañas. A partir de septiembre, cuando
comenzó a abultarse su vientre, adquirió una suerte de placidez, de lentitud cadenciosa.
Hablaba despacio, respirando hondo, movía las manos en cámara lenta y caminaba con los
pies muy abiertos para no perder el equilibrio. Koke dedicaba mucho tiempo a espiarla.
Cuando la veía inspirar hondo, llevándose las manos al vientre, como queriendo auscultar
al niño, lo embargaba una sensación desconocida: la ternura. ¿Te estabas volviendo viejo,
Koke? Tal vez. ¿Podía un salvaje sentirse ilusionado por la universalmente compartida
experiencia de la paternidad? Sí, sin duda, ya que te sentías feliz con esa criatura de tu
semen que pronto iba a nacer.
Su estado de ánimo se reflejó en cinco cuadros que pintó deprisa, en torno al
tema de la maternidad: Te arii vahine (La mujer noble); No te aha oe riri (¿Por qué estás
enojada?); Te tamari no atua (El hijo de Dios); Nave nave mahana (Días deliciosos) y Te
rerioa (El sueño). Cuadros en los que apenas te reconocías, Koke, pues en ellos la vida se
mostraba sin drama, tensiones ni violencia, con apatía y sosiego, en medio de paisajes de
suntuoso colorido. Los seres humanos parecían un escueto trasunto de la paradisíaca
vegetación. ¡La pintura de un artista satisfecho!
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La niña nació tres días antes de la Navidad de 1896, al atardecer, en la cabaña
donde vivían, atendida por la partera del lugar. Fue un parto sin complicaciones, con el
telón de fondo de los coros navideños que ensayaban las niñas y niños de Punaauia en las
iglesias protestante y católica. Koke y Pierre Levergos celebraron el nacimiento con
vasos de ajenjo, sentados al aire libre, entonando canciones bretonas que el pintor
acompañaba con su mandolina.
—Un cuervo —dijo Koke, de pronto, dejando de tocar y señalando el gran mango
vecino.
—En Tahití no hay cuervos —se sorprendió el ex soldado, levantándose de un
salto, para ir a ver—. Ni cuervos ni serpientes. ¿No sabías, acaso?
—Es un cuervo —insistió Koke—. He visto muchos en mi vida. En la casa de
Marie—Henry, la Muñeca, en Le Pouldu, uno venía a dormir todas las noches a mi ventana,
a advertirme una desgracia que yo no adiviné. Nos hicimos amigos. Ese pajarraco es un
cuervo.
No pudieron confirmado, pues, cuando se acercaron al mango, el bulto oscuro, la
sombra alada, se esfumó.
—Es un ave de mal agüero, lo sé muy bien —insistió Koke—. El de Le Pouldu vino a
anunciarme una tragedia. Éste ha venido hasta aquí con la noticia de otra catástrofe. Se
me abrirán los eczemas, o, en la próxima tormenta, a esta cabaña le caerá un rayo y la
incendiará.
—Era otro pajarraco, quién sabe cuál —porfió Pierre Levergos—. En Tahití, en
Moorea y demás islas de acá, jamás se ha visto un cuervo.
Dos días después, mientras Koke y Pau'ura discutían sobre dónde llevar a la niña a
bautizar —ella quería la iglesia católica, pero él no, pues el padre Damián era peor
enemigo suyo que el reverendo Riquelme, más tratable—, la criatura se puso rígida,
comenzó a amoratarse como si le faltara la respiración y quedó inmóvil. Cuando llegaron
al puesto sanitario de Punaauia, ya había expirado. «Por un defecto congénito en el
sistema respiratorio», según el parte de defunción que firmó el oficial de la salud
pública.
Enterraron a la niña en el cementerio de Punaauia, sin servicio religioso. Pau'ura
no lloró, ni ese día ni los siguientes, y, poco a poco, retornó su rutina, sin mencionar para
nada a su hijita fallecida. Paul tampoco hablaba de ella, pero pensaba día y noche en lo
ocurrido. Este pensamiento llegó a torturarle el espíritu como, meses atrás, el Retrato
de Aline Gauguin, cuyo paradero nunca averiguó.
Pensabas en la niña muerta y en el siniestro pajarraco —era un cuervo, estabas
seguro, por más que nativos y colonos aseguraran que no había cuervos en Tahití—.
Aquella silueta alada removía viejas imágenes de tu memoria, de un tiempo que, aunque
no tan lejano, sentías ahora remotísimo. Trató de procurarse alguna publicación, en la
modesta biblioteca del Club Militar de Papeete, y en la biblioteca particular del colono
Auguste Goupil —la única digna de ese nombre en toda la isla—, donde apareciera la
traducción al francés. del poema El cuervo, de Edgar Allan Poe. Lo habías escuchado leer
en alta voz al traductor, tu amigo, el poeta Stéphane Mallarmé, en su casa de la rue de
Rome, en esas tertulias de los martes a las que, en una época, solías concurrir.
Recordabas con claridad las explicaciones del elegante y fino Stéphane sobre el período
atroz de la vida de roe, deshecho por el alcohol, la droga, el hambre y las penalidades
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familiares allá en Filadelfia, en que había escrito la primera versión de aquel texto. Ese
tremendo poema, traducido de modo tan tétrico y a la vez tan armonioso, tan sensual y
tan macabro, te llegó al tuétano, Paul. La impresión de esa lectura te incitó a hacer un
retrato de Mallarmé, como homenaje a quien había sido capaz de verter de manera tan
astuta, en francés, aquella obra maestra. Pero a Stéphane no le gustó. Acaso tenía
razón, acaso no llegaste a atrapar su elusiva cara de poeta.
Recordó que, en la cena del Café Voltaire del 23 de marzo de 1891 que le dieron
sus amigos para despedido, en vísperas de su primer viaje a Tahití, y que había presidido,
justamente, Stéphane Mallarmé, éste leyó dos traducciones de El cuervo, la suya y la del
tremebundo poeta Charles Baudelaire, que se jactaba de haber hablado con el diablo.
Luego, en agradecimiento por el retrato, Stéphane regaló a Paul un ejemplar dedicado de
la pequeña edición privada de su traducción, aparecida en 1875. ¿Dónde estaba ese
librito? Revisó el baúl de los cachivaches, pero no lo encontró. ¿Quién de tus amigos se
había quedado con él? ¿En cuál de tus innumerables mudanzas se extravió ese poema que
ahora tenías urgencia —como de alcohol, como de láudano cuando te atacaban los
dolores— de volver a leer? La desazonadora memoria de lo que significó buscar el
retrato de tu madre te impidió rogar a tus amigos que trataran de encontrar aquella
traducción del poema de Poe.
N o recordaba los versos, sólo el ritmo con que terminaban las estrofas —
«Nevermore», «Nunca más»—, y también el desarrollo y la anécdota. Un poema escrito
para ti, Koke, el tahitiano, en este momento de tu vida. Te sentías —eras— el estudiante
aquel al que, en esa medianoche borrascosa, cuando está sumido en sus cavilaciones y
lecturas, con el corazón destrozado por la muerte de su amada Leonor, viene a
interrumpir un cuervo. Irrumpe por la ventana de su estancia, traído por la tempestad o
enviado por las tinieblas, y se posa sobre el busto de blanco mármol de Palas, que
custodia la puerta. Recordabas con lucidez febril la melancolía y los matices macabros
del poema, sus alusiones a la muerte, al horror, a la desdicha, al infierno «
Plutón»), a la tiniebla, a la incertidumbre del más allá. A todas las preguntas del
estudiante sobre su amada, sobre el futuro, el pajarraco respondía con el siniestro
graznido «<¡Nunca más!», «Nevermore») hasta crear una angustiosa conciencia de
eternidad, de tiempo inmóvil. Y los versos finales, cuando la historia abandona,
condenados a seguir frente a frente, hasta el fin de los tiempos, al estudiante y su
negra visita.
Tenías que pintar, Koke. La crepitación espiritual que no te invadía hacía tiempo
estaba ahí, de nuevo, exigiéndotelo, convirtiéndote en un ser convulsionado,
incandescente. Sí, sí, por supuesto: pintar. ¿Qué pintarías? Afiebrado, comido por la
excitación y ese hervor de la sangre que le erizaba la piel, subía hasta su cerebro y lo
hacía sentirse seguro, poderoso, triunfante, dispuso una tela en el bastidor y la aseguró
sobre el caballete con tachuelas. Comenzó a pintar a la niña muerta, tratando de
resucitada desde las creencias y las supersticiones de los antiguos maoríes, esas de las
que no quedaba rastro o que los actuales mantenían tan ocultas, tan secretas, que
estaban vedadas para ti, Koke. Trabajó jornadas enteras, mañana y tarde, con un
descanso al mediodía para una corta siesta, reinventando el cuerpecillo ínfimo, la carita
amoratada. Al atardecer del tercer día, cuando la luz declinante ya no le permitía
trabajar con comodidad, echó un brochazo de pintura blanca sobre la imagen tan
afanosamente construida. Se sentía asqueado, enardecido, con una rabia que le
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rebalsaba por las orejas y los ojos, esa ira que lo poseía cuando, luego de una racha de
entusiasmo que lo empujaba a trabajar, advertía que había fracasado. Lo que te
mostraba la tela era basura, Koke. Entonces, a la decepción, a la frustración, a la
sensación de impotencia, se sumó un dolor agudo en las articulaciones y los huesos. Dejó
los pinceles junto a la paleta y decidió beber, hasta la inconsciencia. Cuando cruzaba el
dormitorio hacia la entrada, donde estaba el tonel de clarete, vio, sin ver, a Pau'ura
desnuda, tendida de costado, la cara vuelta hacia las rectangulares aberturas del
tabique por las que, en un cielo azul cobalto, asomaban las primeras estrellas. Los ojos de
su vahine se posaron un instante sobre él, indiferentes, y regresaron a mirar el cielo, con
serenidad, o, acaso, desinterés. En ese desgano crónico de Pau'ura hacia todo había algo
misterioso, hermético, que lo intrigaba. Se detuvo en seco, se acercó a ella, y, de pie, la
observó. Sentías una sensación extraña, una premonición.
Eso que veías era lo que tenías que pintar, Koke. Ahora mismo. Sin decir nada,
fue al estudio, cogió el álbum de bocetos y unos carboncillos, regresó al dormitorio y se
dejó caer sentado en la alfombrilla de estera, frente a Pau'ura. Ella no se movió, ni le
hizo pregunta alguna, mientras él, con trazo seguro, hada dos, tres, cuatro apuntes de la
muchacha tendida de costado. Pau'ura, de tanto en tanto, cerraba los ojos, ganada por la
somnolencia, y al rato volvía a abrirlos y los posaba un instante sobre Koke, sin la menor
curiosidad. La maternidad había dado mayor plenitud a sus caderas, ahora más
redondeadas, y dotado a su vientre de una pesadez majestuosa que te hada recordar los
vientres y caderas de las lánguidas odaliscas de Ingres, de las reinas y mujeres
mitológicas de Rubens y Delacroix. Pero, no, no, Koke. Este maravilloso cuerpo de piel
mate, con reflejos dorados, de muslos tan sólidos, que se prolongaban en unas piernas
fuertes, armoniosamente torneadas, no era europeo, ni occidental, ni francés. Era
tahitiano. Era maorí. Lo era en el abandono y la libertad con que Pau'ura descansaba, en
la sensualidad inconsciente que vertía por cada uno de sus poros, incluso en esas
trenchas de cabellos negros que la almohada amarilla —un dorado tan recio que te hizo
pensar en los oros desbocados del Holandés Loco sobre los que tú y él habían discutido
tanto en Arles— ennegrecía aún más. El aire arrastraba un aroma excitante, deseable.
Una sexualidad espesa te iba embriagando más que el vino que te disponías a tomar
cuando viste a tu vahine desnuda, en esta pose providencial, que te rescató de la
depresión.
Sintió su verga tiesa, pero no dejó de trabajar. Interrumpir el trabajo en este
momento sería sacrílego, el encantamiento no volvería a surgir. Cuando tuvo el material
que necesitaba, Pau'ura se había dormido. Se sentía extenuado, aunque con una
sensación bienhechora y una gran calma en el espíritu. Mañana empezarías de nuevo el
cuadro, Koke, esta vez sin vacilaciones. Sabías perfectamente la tela que ibas a pintar. Y
también que, en esa tela, detrás de la mujer desnuda y dorada tendida sobre una cama y
reposando la cabeza en una almohada amarilla, habría un cuervo. Y que el cuadro se
llamaría Nevermore.
Al día siguiente, al mediodía, su amigo Pierre Levergos se acercó a la cabaña como
otros días para beber juntos una copa, conversando. Koke lo despidió de manera abrupta:
—No vuelvas hasta que te llame, Pierre. No quiero ser interrumpido, ni por ti ni
por nadie.
No pidió a Pau'ura que retornara la postura en que estaba pintándola; hubiera
sido como pedirle al cielo que reprodujera esa luz límite en que vio a su vahine, una luz a
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punto de empezar a disolver y borrar los objetos, a sumidos en sombras, a tomados
bultos. La muchacha jamás volvería a mostrar ese abandono tan espontáneo, esa dejadez
absoluta en que la sorprendió. Tenía la imagen tan vívida en la memoria que la reproducía
con facilidad, sin dudar un segundo en los contornos y el trazo de la figura. En cambio, le
costaba un trabajo desmedido bañar su imagen en aquella luz declinante, algo azulada, en
esa atmósfera de aparición, magia o milagro, que, estabas seguro, daría a Nevermore su
sello, su personalidad. Trabajó con cuidado la forma de los pies, tal como los recordaba,
distendidos, terrestres, los dedos separados, comunicando una sensación de solidez, de
haber estado siempre en contacto directo con el suelo, de comercio carnal con la
naturaleza. Y se esmeró en la mancha sanguinolenta de ese pedazo de tela abandonada
junto al pie y la pierna derecha de Pau'ura: llamita de incendio, coágulo tratando de
abrirse paso entre ese cuerpo sensual.
Advirtió que había una correspondencia estrecha entre esta tela y la que pintó de
Teha'amana en 1892: Manao tupapau (El demonio vigila a la niña), su primera obra
maestra tahitiana. Ésta sería otra obra maestra, Koke. Más madura y profunda que
aquélla. Más fría, menos melodramática, quizás más trágica; en vez del miedo de
Teha'amana al espectro, aquí, Pau'ura, después de esa prueba, perder a su hija a poco de
nacida, yacía pasiva, resignada, en esa actitud sabia y fatalista de los maoríes, ante el
destino representado por el cuervo sin ojos que reemplazaba en Nevermore al demonio
de Manao tupapau. Cuando, cinco años atrás, pintaste este último cuadro, arrastrabas
todavía muchos residuos de la fascinación romántica por el mal, por lo macabro, por lo
tétrico, como Charles Baudelaire, poeta enamorado de Lucifer al que aseguraba haber
reconocido, una noche, sentado en un bistro de Montparnasse y discutido con él sobre
estética. Aquel decorado literario—romántico había desaparecido. Al cuervo lo tropical
izaste: se volvió verdoso, con pico gris y alas manchadas de humo. En este mundo pagano,
la mujer tendida aceptaba sus límites, se sabía impotente contra las fuerzas secretas y
crueles que se abaten de pronto sobre los seres humanos para destruidos. Contra ellas,
la sabiduría primitiva —la de los Ariori— no se rebela, llora o protesta. Las enfrenta con
filosofía, con lucidez, con resignación, como el árbol y la montaña a la tempestad, las
arenas de las playas a las mareas que las sumergen.
Cuando terminó el desnudo, amuebló el espacio en torno de manera lujosa, rica en
detalles, con un colorido variado y sutiles combinaciones. Aquella misteriosa luz indecisa,
de crepúsculo, cargaba los objetos de ambigüedad. Todos los motivos de tu mundo
personal comparecían, para dar un sello propio a esta composición que era, sin embargo,
inequívocamente tahitiana. Además del cuervo ciego, coloreado por el trópico, en paneles
distintos, asomaban flores imaginarias, unas infladas siluetas tuberosas, bajeles
vegetales de velamen desplegado, un cielo con nubes navegantes que podían ser las
pinturas de una tela que recubría el muro o un cielo que asomaba por una ventana abierta
en el recinto. Las dos mujeres que conversaban detrás de la muchacha tendida, una de
espaldas, otra de perfil, ¿quiénes eran? No lo sabías; había en ellas algo siniestro y
fatídico, algo más cruel que el demonio oscuro de Manao tupapau, disimulado por la
normalidad de su apariencia. Bastaba acercar los ojos a la muchacha tumbada para
advertir que, pese a la calma de su pose, sus ojos estaban sesgados: trataba de escuchar
el diálogo que tenía lugar a sus espaldas, un diálogo que la inquietaba. En distintos
objetos de la pieza —la almohada, la sábana, aparecían las florecillas japonesas que
venían a tu pincel automáticamente desde que, en tus comienzos de pintor, descubriste a
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los grabadores japoneses del período Meiji. Pero, ahora, también en estas florecillas se
manifestaba la ambigüedad recóndita del mundo primitivo, pues, según la perspectiva,
mudaban, se volvían mariposas, cometas, formaciones volantes.
Cuando terminó el cuadro —estuvo puliendo y retocando los detalles cerca de
diez días— se sintió feliz, triste, vacío. Llamó a Pau'ura. Ella, después de contemplarlo un
rato, de manera inexpresiva, movió la cabeza sin mucho entusiasmo:
—Yo no soy así. Esa mujer es una vieja. Yo soy mucho más joven.
—Tienes razón —le replicó—. Tú eres joven. Ésta, es eterna.
Se echó a dormir un rato y al despertar buscó a Pierre Levergos. Lo invitó a
Papeete, a festejar su recién terminada obra maestra. En los barcitos del puerto
bebieron sin parar, toda la noche y de todo: ajenjo, ron, cerveza, hasta perder ambos el
sentido. Trataron de entrar a un fumadero de opio en las vecindades de la catedral, pero
los chinos los echaron. Durmieron en el suelo de una fonda. Al día siguiente, al regresar a
Punaauia en el coche público, Paul tenía revueltas las tripas, arcadas y una acidez
venenosa en el estómago. Pero, aun en ese mal estado, empaquetó cuidadosamente la tela
y se la envió a Daniel de Monfreid, con estas breves líneas: «Como es una obra maestra,
si no se puede sacar un buen precio por ella, prefiero que no se venda».
Cuando llegó la respuesta de Monfreid, cuatro meses después, diciéndole que
Ambroise Vollard había vendido Nevermore por quinientos francos el primer día que
exhibió el cuadro en su galería, Paul había dejado Punaauia y estaba viviendo en Papeete.
Había encontrado un empleo, como asistente de dibujante, en el Departamento de Obras
Públicas de la administración colonial. Ganaba ciento cincuenta francos. Le alcanzaba
para vivir, modestamente. Había dejado de ir semidesnudo, con un simple pareo, y, como
los funcionarios, vestía a la occidental y con zapatos. Pau' ura lo había abandonado —sin
decir palabra, desapareció un buen día con su puñadito de enseres personales—, y él,
deprimido con su partida, y con la noticia de la muerte de su hija Atine en Copenhague,
que lo desasosegaba más a medida que pasaba el tiempo, había vendido la casa de
Punaauia y jurado públicamente, ante un grupo de amigos, no volver a pintar nunca más ni
un palote, ni esculpir objeto alguno, ni siquiera con un trozo de papel o una miga de pan.
En adelante, se dedicaría sólo a sobrevivir, sin hacer planes de ninguna especie. Cuando,
sin saber si hablaba en serio o era un delirio alcohólico, le preguntaron por qué había
tomado una decisión tan radical, les respondió que, después de Nevermore, todo lo que
pudiera pintar sería malo. Este cuadro era su canto del cisne.
Se inició entonces un período de su vida en que todos los vecinos de Papeete lo
espiaban, preguntándose cuánto duraría la agonía de este muerto en vida que parecía
haber entrado en la recta final de la existencia y que hacía cuanto podía para apresurar
su muerte. Vivía en una pensión de las afueras, donde Papeete desaparecía tragada por
el bosque. Salía muy temprano de allí, rumbo al Departamento de Obras Públicas; su
cojera hacía que se demorase en el trayecto el doble que un hombre a paso normal. Su
trabajo era poco menos que simbólico —un favor del gobernador Gustave Gallet—, pues
los planos que le daban a dibujar los hacía con tanta torpeza y desgano que debían ser
rehechos. Nadie le llamaba la atención. Todos temían su carácter irritable, esos
arrebatos beligerantes que ahora lo sobrecogían no sólo borracho, también sobrio.
No comía casi nada y enflaqueció mucho; unas ojeras violáceas circundaban sus
ojos, y lo demacrado de su cara hacía que su fracturada nariz pareciera todavía más
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grande y más torcida, semejante a la de uno de esos ídolos que antes le gustaba tallar en
madera, asegurando que eran los antiguos dioses del panteón maorí.
Salía de su trabajo directamente hacia los barcitos del puerto, que ya eran doce.
Avanzaba despacio por el paseo del embarcadero, el Quai du Commerce, solo, cojeando,
apoyado en su bastón, con signos evidentes de malestar físico en la cara, enfurruñado,
hosco, sin contestar a nadie el saludo. Él, que había tenido épocas de gran sociabilidad
con nativos y colonos, se volvió huraño, distante. Escogía un día la terraza de un bar,
otro día otra. Bebía una copa de ajenjo, o de ron, o de vino, o una cerveza, y a los dos o
tres sorbos alcanzaba la vidriosidad en los ojos, el enredo de la lengua y los gestos
morosos del borracho consuetudinario.
Entonces, conversaba con los cantineros, las rameras, los vagos y borrachines del
contorno, o con Pierre Levergos, que venía de Punaauia a hacerle compañía, compadecido
de su soledad. Según el ex soldado, se equivocaban quienes creían que iba a morir. Para
él, a Paulle ocurría algo más grave; estaba perdiendo la razón; su cabeza se había vuelto
un batiburrillo. Hablaba de su hija Aline, muerta en Copenhague, a los veinte años, sin
que hubiera podido despedirse de ella, y lanzaba contra la religión católica las peores
apostasías e impiedades. La acusaba de haber exterminado a los Ariori, los dioses
locales, y de envenenar y corromper las costumbres sanas, libres, desprejuiciadas de los
nativos, imponiéndoles los prejuicios, censuras y vicios mentales que habían arrastrado a
Europa a su decadencia actual. Sus odios y furores tenían muchos blancos. Ciertos días
se concentraban en los chinos avecindados en Tahití, a los que acusaba de querer
apoderarse de estas islas para acabar con los tahitianos y los colonos y extender el
imperio amarillo. O se enzarzaba en largos e incomprensibles soliloquios sobre la
necesidad de que el arte reemplazara el patrón de belleza occidental, la mujer y el
hombre de piel blanca y proporciones armoniosas, creado por los griegos, por los valores
inarmónicos, asimétricos y de audaz estética de los pueblos primitivos, cuyos prototipos
de belleza eran más originales, variados e impuros que los europeos.
N o le importaba si lo escuchaban, pues, si alguien lo interrumpía con una
pregunta, no se daba por enterado o lo callaba con una grosería. Permanecía sumergido
en su mundo, cada vez menos permeable a la comunicación con los demás. Lo malo eran
sus furias, que lo llevaban de pronto a insultar a cualquier marinero recién desembarcado
en Papeete o a tratar de descerrajar un silletazo al parroquiano que, para su mala
suerte, le cruzaba la mirada. En esos casos, los gendarmes lo arrastraban al puesto
policial y lo hacían dormir en un calabozo. Aunque los vecinos lo conocían, y se
desentendían de sus provocaciones, no ocurría lo mismo con los marineros en tránsito,
que, a veces, se liaban a golpes con él. Y, ahora, era Paul quien quedaba mal parado, con
moretones en la cara y el cuerpo magullado. Tenía sólo cuarenta y nueve años pero su
cuerpo estaba tan en ruinas como su espíritu.
Otro tema obsesivo de Koke era mandarse mudar a las Marquesas. Quienes
habían estado en aquellas alejadas colonias, a más de mil quinientos kilómetros la más
próxima de Tahití, trataron de disuadido de la fantasiosa idea que se había hecho de
esas islas, pero pronto optaron por callar, advirtiendo que no los escuchaba. Su cabeza
ya no parecía capaz de discriminar entre fantasía y realidad. Decía que todo lo que curas
católicos y pastores protestantes, así como colonos franceses y chinos comerciantes,
habían pervertido y aniquilado en Tahití y las demás islas de este archipiélago, en las
Marquesas se conservaba intacto, virgen, puro, auténtico. Que, allá, el pueblo maorí
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seguía siendo el de antes, el orgulloso, libre, bárbaro, pujante pueblo primitivo en
comunión con la naturaleza y con sus dioses, viviendo todavía la inocencia de la desnudez,
del paganismo, de la fiesta y la música, de los ritos sagrados, del arte comunicativo de
los tatuajes, del sexo colectivo y ritual y el canibalismo regenerador. Él buscaba eso
desde que se sacudió la costra burguesa en la que estaba atrapado desde la infancia, y
llevaba un cuarto de siglo siguiendo el rastro de ese mundo paradisíaco, sin encontrado.
Lo había buscado en la Bretaña tradicionalista y católica, orgullosa de su fe y sus
costumbres, pero ya la habían mancillado los turistas pintores y el modernismo
occidental. Tampoco lo encontró en Panamá, ni en la Martinica, ni aquí, en Tahití, donde la
sustitución de la cultura primitiva por la europea ya había herido de muerte los centros
vitales de aquella civilización superior, de la que apenas quedaban miserables restos. Por
eso, debía partir. Apenas reuniera algo de dinero tomaría un barquito a las Marquesas.
Quemaría sus ropas occidentales, su guitarra y su acordeón, sus telas y pinceles. Se
internaría en los bosques hasta dar con una aldea aislada, que sería su hogar. Aprendería
a adorar a esos dioses sanguinarios que atizaban los instintos, los sueños, la imaginación,
los deseos humanos, que no sacrificaban jamás el cuerpo a la razón. Estudiaría el arte de
los tatuajes y lograría dominar su laberíntico sistema de signos, la cifrada sabiduría que
conservaba intacto su riquísimo pasado cultural. Aprendería a cazar, a danzar, a rezar en
ese maorí elemental más antiguo que el tahitiano, y regeneraría su organismo comiendo
carne de su prójimo. «No me pondré nunca al alcance de tus dientes, Koke», le decía
Pierre Levergos, el único a quien aguantaba bromas.
A su espalda, los vecinos se reían de él. Se contaban sus alucinados disparates, y,
cuando no el Bárbaro o el Cojo, le decían el Caníbal. Que ya no tenía muy sana su cabeza
era evidente, por las contradicciones en que incurría cuando se ponía a evocar su vida
pasada. Se jactaba de ser descendiente directo del último emperador azteca, llamado
Moctezuma, y si alguien, respetuosamente, le recordaba que hacía unos días había
asegurado que su linaje procedía en línea recta de un virrey del Perú, decía que, en
efecto, era así, y que, además, tenía una abuela, Flora Tristán, anarquista en tiempos de
Louis—Philippe, a la que él, de niño, había ayudado a preparar las bombas y la pólvora
para los atentados terroristas contra los banqueros. No le importaba incurrir en
afirmaciones sin pies ni cabeza, o garrafales anacronismos; sus recuerdos eran las
invenciones del momento de alguien desconectado de la realidad, una cabeza que se había
fabricado un pasado porque el suyo se lo habían disuelto enfermedades, remedios,
locuras y borracheras.
Ningún colono, oficial de la pequeña guarnición o funcionario, lo invitaba a su casa,
ni se le permitía la entrada al Club Militar. Para las familias de la pequeña sociedad
colonial de Tahiti—nui, se volvió un apestado. Por su escandalosa vida, por convivir
públicamente con nativas, por lucirse con prostitutas y protagonizar escándalos de
abierta depravación, tanto en Mataiea como en Punaauia —escándalos que la
chismografía exageraba hasta el delirio—, y por la mala fama que le hicieron los curas y
pastores (sobre todo, el padre Damián), quienes, aunque mantenían una rivalidad muy
intensa disputándose las almas indígenas para sus respectivas iglesias, estaban de
acuerdo en considerar a Paul, pintor borracho y degenerado, un peligro público, un
desprestigio para la sociedad y una fuente de inmoralidades. En cualquier momento
cometería crímenes. ¿Qué se podía esperar de un sujeto que hacía público elogio del
canibalismo?
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Un día se presentó en el Departamento de Obras Públicas una muchacha indígena
embarazada, preguntando por él. Era Pau'ura. Con naturalidad, como si se hubieran
despedido la víspera —«Salud, Koke»—, le señaló su barriga, con media sonrisa. Tenía en
la mano su bultito de ropa.
—¿Vienes a quedarte conmigo?
Pau'ura asintió.
—¿Eso que llevas en la barriga es mío?
La chiquilla volvió a asentir, muy segura, con unos brillos traviesos en los ojos.
Él se puso muy contento. Pero, inmediatamente surgieron complicaciones, algo
inevitable tratándose de ti, Koke. La dueña de la pensión se negó a permitir que Pau'ura
compartiera el cuarto de Paul, alegando que su pensión era modesta pero digna, y que
bajo su techo no cohabitaban parejas ilegítimas, menos un blanco con una indígena.
Comenzó entonces un patético recorrido por las casas de familia de Papeete que daban
albergue. Todas se negaron a recibidos. Paul y Pau'ura tuvieron que refugiarse en
Punaauia, en la finquita de Pierre Levergos, que accedió a hospedados hasta que
encontraran donde vivir, con lo que el ex soldado se ganó la enemistad del padre Damián
y del reverendo Riquelme.
La vida de Koke, viviendo en Punaauia y trabajando en Papeete, se volvió
dificilísima. Tenía que tomar el primer coche de servicio público, aún a oscuras, y pese a
ello llegaba media hora tarde al Departamento de Obras Públicas. Para compensar la
tardanza, ofreció quedarse media hora luego del cierre de las oficinas.
Como si no tuviera ya bastantes problemas, se le metió en la cabeza algo
descabellado: enjuiciar a las pensiones y hospedajes de Papeete que le negaron
alojamiento con su vahine, acusándolos de haber violado las leyes de Francia, que
prohibían discriminar entre los ciudadanos por causa de raza y religión. Perdió horas,
días, consultando abogados y hablando con el procurador público, sobre el monto de las
indemnizaciones que él y Pau'ura podían pedir por el agravio recibido. Todos trataron de
disuadido, argumentando que jamás ganaría semejante proceso, pues las leyes amparaban
el derecho de propietarios y administradores de hoteles y pensiones de rechazar a
personas que, a su juicio, carecían de respetabilidad. ¿ y qué respetabilidad podía
acreditar él, que vivía en flagrante adulterio, unión ilegítima, o bigamia, nada menos que
con una indígena, y que había protagonizado infinitos incidentes, registrados por la
policía, a causa de sus borracheras, y sobre quien pesaba, además, la acusación de haber
huido de la clínica para no pagar lo que debía? Era un acto de conmiseración que los
médicos del Hospital Vaiami no hubieran iniciado una acción judicial contra él por daños y
perjuicios; pero, si se empeñaba en este proceso, aquel asunto saldría a relucir y Koke
sería el perjudicado.
No fueron estos argumentos los que lo hicieron desistir, sino una carta conjunta
de sus amigos Daniel de Monfreid y el buen Schuff, que le llegó a mediados de 1897
como maná caído del cielo. Venía acompañada de una remesa de mil quinientos francos y
anunciaba, para pronto, un nuevo envío. Ambroise Vollard comenzaba a vender sus
cuadros y esculturas. No a un solo cliente, a varios. Tenía promesas de compra que
podían concretarse en cualquier momento. Todo esto parecía preludiar un cambio de
fortuna con su pintura. Sus dos amigos se alegraban de que, por fin, los coleccionistas
empezaran a reconocer lo que ya algunos críticos y pintores admitían a media voz: que
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Paul era un gran artista, que había revolucionado los patrones estéticos contemporáneos.
«No descartamos que contigo pase lo que con Vincent», añadían. «Después de haberlo
ignorado sistemáticamente, ahora todos se disputan sus cuadros, pagando por ellos
sumas enloquecidas.»
El mismo día que recibió esta carta, Paul renunció al Departamento de Obras
Públicas. En Punaauia consiguió un pequeño terreno, no muy alejado de la finquita de
Pierre Levergos, donde, como la casa de éste era diminuta, dormían él y su vahine en un
cobertizo sin paredes, a orillas de la huerta de frutas. Llevando la carta de sus amigos y
el cheque, así como el anuncio de próximos envíos, consiguió que el Banco de Papeete le
hiciera un préstamo para su nueva vivienda, cuyos planos él mismo dibujó, y cuya
construcción vigiló celosamente.
Desde el regreso de Pau' ura su mejoría fue notable. Volvió a alimentarse,
recuperó los colores, y, sobre todo, el ánimo. Otra vez se le oyó reír y mostrarse
sociable con los vecinos. No sólo la presencia de su vahine lo alegraba; también, la
perspectiva de ser padre de un tahitiano. Eso significaría su asentamiento definitivo en
esta tierra, la evidencia de que los manes del lugar, los Ariori, por fin lo aceptaban.
En un par de meses la nueva vivienda fue habitable. Era más pequeña que la
anterior, pero más sólida, con unos tabiques y un techo que resistirían las lluvias y los
vientos. No había vuelto a pintar, pero ya Pierre Levergos dudaba que mantuviera su
promesa de no coger más los pinceles. Porque el arte, la pintura, venían con frecuencia a
su conversación. El ex soldado lo escuchaba, simulando un interés mayor del que sentía,
oyéndolo criticar a pintores que desconocía, defender ideas incomprensibles. ¿Cómo se
podía hacer una «revolución» pintando, de la manera que fuera? Al ex soldado lo dejaba
estupefacto que Paul, en sus momentos de exaltación, asegurase que la tragedia de
Europa, de Francia, había comenzado cuando los cuadros y las esculturas dejaron de
estar mezclados a la vida de las gentes, como había ocurrido hasta la Edad Media, y
como ocurrió en todas las civilizaciones antiguas, los egipcios, los griegos, los babilonios,
los escitas, los incas, los aztecas, y aquí también, entre los antiguos maoríes. Algo que
todavía estaba ocurriendo en las Marquesas, donde se trasladarían él y Pau'ura y el niño
dentro de algún tiempo.
La enfermedad impronunciable cortó la recuperación física y moral de Koke,
retornando de pronto, en el mes de marzo, con más furia que antes. Volvieron a abrirse
las llagas de sus piernas, supurantes. Esta vez, el ungüento a base de arsénico no
conseguía calmarle el escozor. Al mismo tiempo, arreciaron los dolores del tobillo. El
boticario de Papeete se negó a seguir vendiéndole láudano sin receta del médico. Con la
cabeza gacha, descompuesto de humillación, tuvo que dejarse llevar al Hospital Vaiami.
Se negaron a admitido si no abonaba antes lo que quedó debiendo, aquella vez que se
escapó por la ventana. Debió, además, dejar un avance como garantía de que esta vez sí
abonaría la factura.
Permaneció ocho días internado. El doctor Lagrange accedió a recetarle otra vez
el láudano, advirtiéndole, sin embargo, que no podía seguir abusando de ese
estupefaciente, en buena parte responsable de su pérdida de memoria, y de esos
períodos de extravío mental —no saber quién era, dónde estaba, dónde iba— de que
ahora se quejaba. Cuando el médico, dando un gran rodeo para no herir su
susceptibilidad, se atrevió a sugerirle si no sería mejor para él, dado su estado de salud,
considerar el regreso a Francia, su país, donde los suyos, gentes de su misma lengua,
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sangre y raza, para pasar rodeado de ellos sus últimos años —serían muy penosos, tenía
que saberlo—, Paul reaccionó alzando la voz:
—Mi lengua, mi sangre y mi raza son los de Tahitinui, doctor. No volveré a pisar
Francia, país al que sólo debo fracasos y sinsabores.
Salió de la clínica todavía con llagas en las piernas y sin que cedieran los dolores
del tobillo. Pero el láudano lo defendía contra el escozor y la desesperación. Era toda una
experiencia desasirse poco a poco del entorno, irse sumiendo en un territorio de puras
sensaciones, de imágenes, de deshilachadas fantasías, que lo libraba del dolor y del asco
que sentía al saber que se pudría en vida, que aquellas heridas de sus piernas, cuyo hedor
no atajaban las vendas impregnadas de ungüento, estaban sacando a la luz sus pecados,
suciedades, vilezas, maldades y errores de toda una vida. Una vida que, por lo visto, no
iba a durar mucho ya, Pau!. ¿Te morirías antes de llegar a las Marquesas?
El 19 de abril de 1898 nació el hijo de Koke y 'Pau'ura, un varoncito sano y de
buen peso al que de común acuerdo llamaron Émile.


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Ditulis Oleh : Unknown // 11:23 AM
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