Sunday, September 18, 2011

¡¡Mario Vargas Llosa-El Paraíso en la otra esquina!!





ÍNDICE
  1.    Flora en Auxerre ..........................................................................................................6
  2. Un demonio vigila a la niña.......................................................................................13
  3.  Bastarda y prófuga...................................................................................................24
  4. Aguas misteriosas ...................................................................................................34
  5.   La sombra de Charles Fourier..................................................................................45
  6. Annah, la Javanesa París, octubre de 1893............................................................56
  7.  Noticias del Perú Roanne y Saint-Étienne, junio de 1844 ......................................66
  8.  Retrato de Aline Gauguin Punaauia, mayo de 1897 .............................................78
  9.  La travesía Avignon, julio de 1844...........................................................................89
  10.  Nevermore Punaauia, mayo de 1897.....................................................................100
  11.  Arequipa Marsella, julio de 1844 ...........................................................................111
  12.  ¿Quiénes somos? Punaauia, mayo de 1898........................................................122
  13.  La monja Gutiérrez Toulon, agosto de 1844 .......................................................127
  14.  La lucha con el ángel Papeete, septiembre de 1901 ..........................................138
  15.  La batalla de Cangalla Nimes, agosto de 1844....................................................149
  16. La Casa del Placer Atuona (Hiva Da), julio de 1902...........................................161
  17.  Palabras para cambiar el mundo Montpellier, agosto de 1844..........................173
  18.  El vicio tardío Atuona, diciembre de 1902.........................................................183
  19.  La ciudad-monstruo ............................................................................................196
  20.  El hechicero de Hiva Oa Atuona, Hiva Da, marzo de 1903 .................................208
  21.  La última batalla Burdeos, noviembre de 1844...................................................220
  22. Caballos rosados Atuona, Hiva Da, mayo de 1903............................................231






«¿Qué sería, pues, de nosotros, sin la ayuda de lo que no existe?»
PAUL VALÉRY, Breve epístola sobre el mito






I. Flora en Auxerre

Abril de 1844
Abrió los ojos a las cuatro de la madrugada y pensó: «Hoy comienzas a cambiar el
mundo, Florita». No la abrumaba la perspectiva de poner en marcha la maquinaria que al
cabo de algunos años transformaría a la humanidad, desapareciendo la injusticia. Se
sentía tranquila, con fuerzas para enfrentar los obstáculos que le saldrían al paso. Como
aquella tarde en Saint—Germain, diez años atrás, en la primera reunión de los
sansimonianos, cuando, escuchando a Prosper Enfantin describir a la pareja—mesías que
redimiría al mundo, se prometió a sí misma, con fuerza: «La mujer—mesías serás tú».
¡Pobres sansimonianos, con sus jerarquías enloquecidas, su fanático amor a la ciencia y su
idea de que bastaba poner en el gobierno a los industriales y administrar la sociedad
como una empresa para alcanzar el progreso! Los habías dejado muy atrás, Andaluza.
Se levantó, se aseó y se vistió, sin prisa. La noche anterior, luego de la visita que
le hizo el pintor Jules Laure para desearle suerte en su gira, había terminado de alistar
su equipaje, y con Marie—Madeleine, la criada, y el aguatero Noel Taphanello bajaron al
pie de la escalera. Ella misma se ocupó de la bolsa con los ejemplares recién impresos de
La Unión Obrera; debía pararse cada cierto número de escalones a tomar aliento, pues
pesaba muchísimo. Cuando el coche llegó a la casa de la rue du Bac para llevada al
embarcadero, Flora llevaba despierta varias horas.
Era aún noche cerrada. Habían apagado los faroles de gas de las esquinas y el
cochero, sumergido en un capote que sólo le dejaba los ojos al aire, estimulaba a los
caballos con una fusta sibilante. Escuchó repicar las campanas de Saint—Sulpice. Las
calles, solitarias y oscuras, le parecieron fantasmales. Pero, a las orillas del Sena, el
embarcadero hervía de pasajeros, marineros y cargadores preparando la partida. Oyó
órdenes y exclamaciones. Cuando el barco zarpó, trazando una estela de espuma en las
aguas pardas del río, brillaba el sol en un cielo primaveral y Flora tomaba un té caliente
en la cabina. Sin pérdida de tiempo, anotó en su diario: 12 de abril de 1844. Y de
inmediato se puso a estudiar a sus compañeros de viaje. Llegarían a Auxerre al
anochecer. Doce horas para enriquecer tus conocimientos sobre pobres y ricos en este
muestrario fluvial, Florita.
Viajaban pocos burgueses. Buen número de marineros de los barcos que traían a
París productos agrícolas desde Joigny y Auxerre, regresaban a su lugar de origen.
Rodeaban a su patrón, un pelirrojo peludo, hosco y cincuentón con el que Flora tuvo una
amigable charla. Sentado en la cubierta en medio de sus hombres, a las nueve de la
mañana les dio pan a discreción, siete u ocho rábanos, una pizca de sal y dos huevos
duros por cabeza. Y, en un vaso de estaño que circuló de mano en mano, un traguito de
vino del país. Estos marineros de mercancías ganaban un franco y medio por día de
faena, y, en los largos inviernos, pasaban penurias para sobrevivir. Su trabajo a la
intemperie era duro en época de lluvias. Pero, en la relación de estos hombres con el
patrón Flora no advirtió el servilismo de esos marineros ingleses que apenas osaban
mirar a los ojos a sus jefes. A las tres de la tarde, el patrón les sirvió la última comida
del día: rebanadas de jamón, queso y pan, que ellos comieron en silencio, sentados en
círculo.
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En el puerto de Auxerre, le tomó un tiempo infernal desembarcar el equipaje. El
cerrajero Pierre Moreau le había reservado un albergue céntrico, pequeño y viejo, al que
llegó al amanecer. Mientras des empacaba, brotaron las primeras luces. Se metió a la
cama, sabiendo que no pegaría los ojos. Pero, por primera vez en mucho tiempo, en las
pocas horas que estuvo tendida viendo aumentar el día a través de las cortinillas de
cretona, no fantaseó en torno a su misión, la humanidad doliente ni los obreros que
reclutaría para la Unión Obrera. Pensó en la casa donde nació, en Vaugirard, la periferia
de París, barrio de esos burgueses que ahora detestaba. ¿Recordabas esa casa, amplia,
cómoda, de cuidados jardines y atareadas mucamas, o las descripciones que de ella te
hada tu madre, cuando ya no eran ricas sino pobres y la desvalida señora se consolaba
con esos recuerdos lisonjeros de las goteras, la promiscuidad, el hacinamiento y la
fealdad de los dos cuartitos de la me du Fouarre? Tuvieron que refugiarse allí luego de
que las autoridades les arrebataron la casa de Vaugirard alegando que el matrimonio de
tus padres, hecho en Bilbao por un curita francés expatriado, no tenía validez, y que don
Mariano Tristán, español del Perú, era ciudadano de un país con el que Francia estaba en
guerra.
Lo probable, Florita, era que tu memoria retuviera de esos primeros años sólo lo
que tu madre te contó. Eras muy pequeña para recordar los jardineros, las mucamas, los
muebles forrados de seda y terciopelo, los pesados cortinajes, los objetos de plata, oro,
cristal y loza pintada a mano que adornaban la sala y el comedor. Madame Tristán huía al
esplendoroso pasado de Vaugirard para no ver la penuria y las miserias de la maloliente
Place Maubert, hirviendo de pordioseros, vagabundos y gentes de mal vivir, ni esa rue du
Fouarre llena de tabernas, donde tú habías pasado unos años de infancia que, ésos sí,
recordabas muy bien. Subir y bajar las palanganas del agua, subir y bajar las bolsas de
basura. Temerosa de encontrar, en la escalerita empinada de peldaños apolillados que
crujían, a ese viejo borracho de cara cárdena y nariz hinchada, el tío Giuseppe, mano
larga que te ensuciaba con su mirada y, a veces, pellizcaba. Años de escasez, de miedo,
de hambre, de tristeza, sobre todo cuando tu madre caía en un estupor anonadado,
incapaz de aceptar su desgracia, después de haber vivido como una reina, con su marido
—su legítimo marido ante Dios, pese a quien pesara—, don Mariano Tristán y Moscoso,
coronel de los ejércitos del rey de España, muerto prematuramente de una apoplejía
fulminante el 4 de junio de 1807, cuando tú tenías apenas cuatro años y dos meses de
edad.
Era también improbable que te acordaras de tu padre. La cara llena, las espesas
cejas y el bigote encrespado, la tez levemente rosácea, las manos con sortijas, las largas
patillas grises del don Mariano que te venían a la memoria no eran los del padre de carne
y hueso que te llevaba en brazos a ver revolotear las mariposas entre las flores del
jardín de Vaugirard, y, a veces, se comedía a darte el biberón, ese señor que pasaba
horas en su estudio leyendo crónicas de viajeros franceses por el Perú, el don Mariano al
que venía a visitar el joven Simón Bolívar, futuro Libertador de Venezuela, Colombia,
Ecuador, Bolivia y Perú. Eran los del retrato que tu madre lucía en su velador en el pisito
de la rue du Fouarre. Eran los de los óleos de don Mariano que poseía la familia Tristán
en la casa de Santo Domingo, en Arequipa, y que pasaste horas contemplando hasta
convencerte de que ese señor apuesto, elegante y próspero, era tu progenitor.
Escuchó los primeros ruidos de la mañana en las calles de Auxerre. Flora sabía
que no dormiría más. Sus citas comenzaban a las nueve. Había concertado varias, gracias
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al cerrajero Moreau y a las cartas de recomendación del buen Agricol Perdiguier a sus
amigos de las sociedades obreras de ayuda mutua de la región. Tenías tiempo. Un rato
más en cama te daría fuerzas para estar a la altura de las circunstancias, Andaluza.
¿Qué habría pasado si el coronel don Mariano Tristán hubiera vivido muchos años
más? No hubieras conocido la pobreza, Florita. Gracias a una buena dote, estarías
casada con un burgués y acaso vivirías en una bella mansión rodeada de parques, en
Vaugirard. Ignorarías lo que es irse a la cama con las tripas torcidas de hambre, no
sabrías el significado de conceptos como discriminación y explotación. Injusticia sería
para ti una palabra abstracta. Pero, tal vez, tus padres te habrían dado una instrucción:
colegios, profesores, un tutor. Aunque, no era seguro: una niña de buena familia era
educada solamente para pescar marido y ser una buena madre y ama de casa.
Desconocerías todas las cosas que debiste aprender por necesidad. Bueno, sí, no
tendrías esas faltas de ortografía que te han avergonzado toda tu vida y, sin duda,
hubieras leído más libros de los que has leído. Te habrías pasado los años ocupada en tu
guardarropa, cuidando tus manos, tus ojos, tus cabellos, tu cintura, haciendo una vida
mundana de saraos, bailes, teatros, meriendas, excursiones, coqueterías. Serías un bello
parásito enquistado en tu buen matrimonio. Nunca hubieras sentido curiosidad por saber
cómo era el mundo más allá de ese reducto en el que vivirías confinada, a la sombra de tu
padre, de tu madre, de tu esposo, de tus hijos. Máquina de parir, esclava feliz, irías a
misa los domingos, comulgarías los primeros viernes y serías, a tus cuarenta y un años,
una matrona rolliza con una pasión irresistible por el chocolate y las novenas. No
hubieras viajado al Perú, ni conocido Inglaterra, ni descubierto el placer en los brazos
de Olympia, ni escrito, pese a tus faltas de ortografía, los libros que has escrito. Y, por
supuesto, nunca hubieras tomado conciencia de la esclavitud de las mujeres ni se te
habría ocurrido que, para liberarse, era indispensable que ellas se unieran a los otros
explotados a fin de llevar a cabo una revolución pacífica, tan importante para el futuro
de la humanidad como la aparición del cristianismo hacía 1844 años. «Mejor que te
murieras, mon cher papa», se rió, saltando de la cama. No estaba cansada. En
veinticuatro horas no había tenido dolores en la espalda ni en la matriz, ni advertido al
huésped frío en su pecho. Te sentías de excelente humor, Florita.
La primera reunión, a las nueve de la mañana, tuvo lugar en un taller. El cerrajero
Moreau, que debía acompañarla, había tenido que salir de Auxerre de urgencia, por la
muerte de un familiar. A bailar sola, pues, Andaluza. De acuerdo a lo convenido, la
esperaban una treintena de afiliados a una de las sociedades en que se habían
fragmentado los mutualistas en Auxerre y que tenía un lindo nombre: Deber de Libertad.
Eran casi todos zapateros. Miradas recelosas, incómodas, alguna que otra burlona por
ser la visitante una mujer. Estaba acostumbrada a esos recibimientos desde que, meses
atrás, comenzó a exponer, en París y en Burdeos, a pequeños grupos, sus ideas sobre la
Unión Obrera. Les habló sin que le temblara la voz, demostrando mayor seguridad de la
que tenía. La desconfianza de su auditorio se fue desvaneciendo a medida que les
explicaba cómo, uniéndose, los obreros conseguirían lo que anhelaban —derecho al
trabajo, educación, salud, condiciones decentes de existencia—, en tanto que dispersos
siempre serían maltratados por los ricos y las autoridades. Todos asintieron cuando, en
apoyo de sus ideas, citó el controvertido libro de Pierre—Joseph Proudhon ¿Qué es la
propiedad? que, desde su aparición hacía cuatro años, daba tanto que hablar en París por
su afirmación contundente: «La propiedad es el robo». Dos de los presentes, que le
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parecieron fourieristas, venían preparados para atacada, con razones que Flora ya le
había oído a Agricol Perdiguier: si los obreros tenían que sacar unos francos de sus
salarios miserables para pagar las cotizaciones de la Unión Obrera ¿cómo llevarían un
mendrugo a la boca de sus hijos? Respondió a todas sus objeciones con paciencia. Creyó
que, sobre las cotizaciones al menos, se dejaban convencer. Pero su resistencia fue
tenaz en lo concerniente al matrimonio.
—Usted ataca a la familia y quiere que desaparezca. Eso no es cristiano, señora.
—Lo es, lo es —repuso, a punto de encolerizarse. Pero dulcificó la voz—. No es
cristiano que, en nombre de la santidad de la familia, un hombre se compre una mujer, la
convierta en ponedora de hijos, en bestia de carga, y, encima, la muela a golpes cada vez
que se pasa de tragos.
Como advirtió que abrían mucho los ojos, desconcertados con lo que oían, les
propuso abandonar ese tema e imaginar juntos más bien los beneficios que traería la
Unión Obrera a los campesinos, artesanos y trabajadores como ellos. Por ejemplo, los
Palacios Obreros. En esos locales modernos, aireados, limpios, sus niños recibirían
instrucción, sus familias podrían curarse con buenos médicos y enfermeras si lo
necesitaban o tenían accidentes de trabajo. A esas residencias acogedoras se retirarían
a descansar cuando perdieran las fuerzas o fueran demasiado viejos para el taller. Los
ojos opacos y cansados que la miraban se fueron animando, se pusieron a brillar. ¿No
valía la pena, para conseguir cosas así, sacrificar una pequeña cuota del salario? Algunos
asintieron.
Qué ignorantes, qué tontos, qué egoístas eran tantos de ellos. Lo descubrió
cuando, después de responder a sus preguntas, comenzó a interrogarlos. No sabían nada,
carecían de curiosidad y estaban conformes con su vida animal. Dedicar parte de su
tiempo y energía a luchar por sus hermanas y hermanos se les hacía cuesta arriba. La
explotación y la miseria los habían estupidizado. A veces daban ganas de darle la razón a
Saint—Simon, Florita: el pueblo era incapaz de salvarse a sí mismo, sólo una élite lo
lograría. ¡Hasta se les habían contagiado los prejuicios burgueses! Les resultaba difícil
aceptar que fuera una mujer —¡una mujer!— quien los exhortara a la acción. Los más
despiertos y lenguaraces eran de una arrogancia inaguantable —se daban aires de
aristócratas— y Flora debió hacer esfuerzos para no estallar. Se había jurado que
durante el año que duraría esta gira por Francia no daría pie, ni una sola vez, para
merecer el apodo de Madame la—Colere con que, a causa de sus rabietas, la llamaban a
veces Jules Laure y otros amigos. Al final, los treinta zapateros prometieron que se
inscribirían en la Unión Obrera y que contarían lo que habían oído esta mañana a sus
compañeros carpinteros, cerrajeros y talladores de la sociedad Deber de Libertad.
Cuando regresaba al albergue por las callecitas curvas y adoquinadas de Auxerre,
vio en una pequeña plaza con cuatro álamos de hojas blanquísimas recién brotadas, a un
grupo de niñas que jugaban, formando unas figuras que sus carreras hacían y deshacían.
Se detuvo a observarlas. Jugaban al Paraíso, ese juego que, según tu madre, habías
jugado en los jardines de Vaugirard con amiguitas de la vecindad, bajo la mirada risueña
de don Mariano. ¿Te acordabas, Florita? «¿Es aquí el Paraíso?» «No, señorita, en la otra
esquina.» Y, mientras la niña, de esquina en esquina, preguntaba por el esquivo Paraíso,
las demás se divertían cambiando a sus espaldas de lugar. Recordó la impresión de aquel
día en Arequipa, el año 1833, cerca de la iglesia de la Merced, cuando, de pronto, se
encontró con un grupo de niños y niñas que correteaban en el zaguán de una casa
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profunda. «¿Es aquí el Paraíso?» «En la otra esquina, mi señor.» Ese juego que creías
francés resultó también peruano. Bueno, qué tenía de raro, ¿no era una aspiración
universal llegar al Paraíso? Ella se lo había enseñado a jugar a sus dos hijos, Aline y
Ernest—Camille.
Se había fijado, para cada pueblo y ciudad, un programa preciso: reuniones con
obreros, los periódicos, los propietarios más influyentes y, por supuesto, las autoridades
eclesiásticas. Para explicar a los burgueses que, contrariamente a lo que se decía de ella,
su proyecto no presagiaba una guerra civil, sino una revolución sin sangre, de raíz
cristiana, inspirada en el amor y la fraternidad. Y que, justamente, la Unión Obrera, al
traer la justicia y la libertad a los pobres ya las mujeres, impediría los estallidos
violentos, inevitables en Francia si las cosas seguían como hasta ahora. ¿Hasta cuándo
iba a continuar engordando un puñadito de privilegiados gracias a la miseria de la
inmensa mayoría? ¿Hasta cuándo la esclavitud, abolida para los hombres, continuaría
para las mujeres? Ella sabía ser persuasiva; a muchos burgueses y curas sus argumentos
los convencían.
Pero, en Auxerre no pudo visitar ningún periódico, pues no los había. Una ciudad
de doce mil almas y ningún periódico. Los burgueses de aquí eran unos ignorantes crasos.
En la catedral, tuvo una conversación que terminó en pelea con el párroco, el padre
Fortin, un hombrecillo regordete y medio calvo, de ojillos asustadizos, aliento fuerte y
sotana grasienta, cuya cerrazón consiguió sacada de sus casillas. («No puedes con tu
genio, Florita.»)
Fue a buscar al padre Fortin a su casa, vecina a la catedral, y quedó impresionada
con lo amplia y lo bien puesta que era. La sirvienta, una vieja con cofia y delantal, la guió
cojeando hasta el despacho del cura. Éste demoró un cuarto de hora en recibida. Cuando
se apareció, su físico rechoncho, su mirada evasiva y su falta de aseo la predispusieron
contra él. El padre Fortin la escuchó en silencio. Esforzándose por ser amable, Flora le
explicó el motivo de su venida a Auxerre. En qué consistía su proyecto de Unión Obrera,
y que esta alianza de toda la clase trabajadora, primero en Francia, luego en Europa y,
más tarde, en el mundo, forjaría una humanidad verdaderamente cristiana, impregnada
de amor al prójimo. Él la miraba con una incredulidad que se fue convirtiendo en recelo, y
por fin en espanto cuando Flora afirmó que, una vez constituida la Unión Obrera, los
delegados irían a presentar a las autoridades —incluido el propio rey Louis—Philippe—
sus demandas de reforma social, empezando por la igualdad absoluta de derechos para
hombres y mujeres.
—Pero, eso sería una revolución —musitó el párroco, echando una lluviecita de
saliva.
—Al contrario —le aclaró Flora—. La Unión Obrera nace para evitada, para que
triunfe la justicia sin el menor derramamiento de sangre.
De otro modo, acaso habría más muertos que en 1789. ¿No conocía el párroco, a
través del confesionario, las desdichas de los pobres? ¿No advertía que cientos de miles,
millones de seres humanos, trabajaban quince, dieciocho horas al día, como animales, y
que sus salarios ni siquiera les alcanzaban para dar de comer a sus hijos? ¿No se daba
cuenta, él que las oía y las veía a diario en la iglesia, cómo las mujeres eran humilladas,
maltratadas, explotadas, por sus padres, por sus maridos, por sus hijos? Su suerte era
todavía peor que la de los obreros. Si eso no cambiaba, habría en la sociedad una
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explosión de odio. La Unión Obrera nacía para prevenida. La Iglesia católica debía
ayudarla en su cruzada. ¿No querían los católicos la paz, la compasión, la armonía social?
En eso, había coincidencia total entre la Iglesia y la Unión Obrera.
—Aunque yo no sea católica, la filosofía y la moral cristianas guían todas mis
acciones, padre —le aseguró.
Cuando la oyó decir que no era católica, aunque sí cristiana, la carita redonda del
padre Fortin palideció. Dando un pequeño brinquito, quiso saber si eso, significaba que la
señora era protestante. Flora le explicó que no: creía en Jesús pero no en la Iglesia,
porque, en su criterio, la religión católica coactaba la libertad humana debido a su
sistema vertical. Y sus creencias dogmáticas sofocaban la vida intelectual, el libre
albedrío, las iniciativas científicas. Además, sus enseñanzas sobre la castidad como
símbolo de la pureza espiritual atizaban los prejuicios que habían hecho de la mujer poco
menos que una esclava.
El párroco había pasado de la lividez a una congestión preapoplética. Pestañeaba,
confuso y alarmado. Flora calló cuando lo vio apoyarse en su mesa de trabajo, temblando.
Parecía a punto de sufrir un vahído.
—¿Sabe usted lo que dice, señora? —balbuceó—. ¿Para esas ideas viene a pedir
ayuda de la Iglesia?
Sí, para ellas. ¿No pretendía la Iglesia católica ser la iglesia de los pobres? ¿No
estaba contra las injusticias, el espíritu de lucro, la explotación del ser humano, la
codicia? Si todo eso era cierto, la Iglesia tenía la obligación de amparar un proyecto
cuyo designio era traer a este mundo la justicia en nombre del amor y la fraternidad.
Fue como hablar a una pared o a un mulo. Flora trató todavía un buen rato de
hacerse entender. Inútil. El párroco ni siquiera argumentaba contra sus razones. La
miraba con repugnancia y temor, sin disimular su impaciencia. Por fin, masculló que no
podía prometerle ayuda, pues eso dependía del obispo de la diócesis. Que fuera a
explicarle a él su propuesta, aunque, le advertía, era improbable que algún obispo
patrocinara una acción social de signo abiertamente anticatólico. Y, si el obispo lo
prohibía, ningún creyente la ayudaría, pues la grey católica obedecía a sus pastores. «Y,
según los sansimonianos, hay que reforzar el principio de autoridad para que la sociedad
funcione», pensaba Flora, escuchándolo. «Ese respeto a la autoridad que hace de los
católicos unos autómatas, como este infeliz.»
Intentó despedirse de buena manera del padre Fortin, ofreciéndole un ejemplar de
La Unión Obrera.
—Por lo menos, léalo, padre. Verá que mi proyecto está impregnado de sentimientos
cristianos.
—No lo leeré —dijo el padre Fortin, moviendo la cabeza con energía, sin coger el
libro—. Me basta con lo que usted me ha dicho para saber que ese libro no es sano. Que
lo ha inspirado, tal vez, sin que usted lo sepa, el propio Belcebú.
Flora se echó a reír, mientras devolvía el pequeño libro a su bolsa.
—Usted es uno de esos curas que volverían a llenar las plazas de hogueras para
quemar a todos los seres libres e inteligentes de este mundo, padre —le dijo, a modo de
adiós.
En el cuarto del albergue, después de tomar una sopa caliente, hizo el balance de
su jornada en Auxerre. No se sintió pesimista. Al mal tiempo, buena cara, Florita. No le
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había ido muy bien, pero tampoco tan mal. Rudo oficio el de ponerse al servicio de la
humanidad, Andaluza.


II. Un demonio vigila a la niña

Mataiea, abril de 1892
El apodo de Koke se lo debía a Teha'amana, su primera mujer de la isla, porque la
anterior, Titi Pechitos, esa cotorra neozelandesa-maorí con la que en sus primeros
meses en Tahití vivió en Papeete, luego en Paea, y finalmente en Mataiea, no había sido,
propiamente hablando, su mujer, sólo una amante. En esa época todo el mundo lo llamaba
Paul.
Había llegado a Papeete en el amanecer del 9 de junio de 1891, luego de una
travesía de dos meses y medio desde que zarpó de Marsella, con escalas en Aden y
Noumea, donde debió cambiar de barco. Cuando pisó, por fin, Tahití acababa de cumplir
cuarenta y tres años. Traía consigo todas sus pertenencias, como para dejar claro que
había acabado para siempre con Europa y París: cien yardas de tela para pintar, pinturas,
aceites y pinceles, un cuerno de cacería, dos mandolinas, una guitarra, varias pipas
bretonas, una vieja pistola y un puñadito de ropas usadas. Era un hombre que parecía
fuerte —pero tu salud ya estaba secretamente minada, Paul—, de ojos azules algo
saltones y movedizos, boca de labios rectos generalmente fruncidos en una mueca
desdeñosa y una nariz quebrada, de aguilucho predador. Llevaba una barba corta y rizada
y unos largos cabellos castaños, tirando para rojizos, que a poco de llegar a esta ciudad
de apenas tres mil quinientas almas (quinientos de ellos popa’a o europeos) se cortó, pues
el subteniente Jénot, de la marina francesa, uno de sus primeros amigos en Papeete, le
dijo que por esos cabellos largos y el sombrerito mohicano a lo Buffalo Bill que llevaba en
la cabeza, los maoríes lo creían un mahu, un hombre—mujer.
Traía muchas ilusiones consigo. Apenas respiró el aire caliente de Papeete y sus
ojos quedaron deslumbrados por la vivísima luz que bajaba del cielo azulísimo y sintió en
torno la presencia de la naturaleza en esa erupción de frutales que irrumpían por doquier
y llenaban de aromas las polvorientas callecitas de la ciudad —naranjos, limoneros,
manzanos, cocoteros, mangos, los exuberantes guayaberos y los nutridos árboles del
pan—, le vinieron unas ganas de ponerse a trabajar que no sentía en mucho tiempo. Pero
no pudo hacerla de inmediato, pues no pisó esa tierra tan anhelada con el pie derecho. A
los pocos días de llegar, la capital de la Polinesia francesa enterró al último rey maorí,
Pomare V, en una imponente ceremonia que Paul siguió, con un lápiz y un cuadernillo que
embadurnó de croquis y dibujos. Pocos días después creyó que él iba a morir también.
Porque, los primeros días de agosto de 1891, cuando empezaba a adaptarse al calor y a
las fragancias penetrantes de Papeete, tuvo una violenta hemorragia, acompañada de
ataques de taquicardia que hinchaban y deshinchaban su pecho como un fuelle y lo
dejaban sin respiración. El servicial Jénotlo llevó al Hospital Vaiami, así llamado por el
río que pasaba a su vera camino del mar, un vasto local de pabellones con ventanas
protegidas de los insectos por telas metálicas y coquetas barandas de madera,
separados por jardines alborotados de mangos, árboles del pan y palmas reales de moños
enhiestos donde se aglomeraban los pájaros cantores. Los médicos le recetaron un
medicamento a base de digitalina para contrarrestar su debilidad cardíaca, emplastos de
mostaza contra la irritación de las piernas y ventosas en el pecho. Y le confirmaron que
esta crisis era una manifestación más de la enfermedad impronunciable que le habían
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diagnosticado, meses atrás, en París. Las hermanas de San José de Cluny, encargadas
del Hospital Vaiami, le reprochaban, medio en broma medio en serio, que dijera las
palabrotas de los marineros «
a estar enfermo, fumara su pipa sin parar y exigiera con ademanes arrogantes que
bautizaran sus tazas de café con chorritos de brandy. .
Apenas se salió del hospital —los médicos querían retenerlo pero él se negó pues
los doce francos diarios que le cobraban desequilibraron su presupuesto— se mudó a una
de las pensiones más baratas que encontró en Papeete, en la barriada de los chinos, a la
espalda de la catedral de la Inmaculada Concepción, feo edificio de piedra levantado a
pocos metros del mar, cuya torrecilla de madera con techumbre rojiza veía desde su
pensión. En esa vecindad se habían concentrado, en cabañas de madera decoradas con
linternas rojas e inscripciones en mandarín, buen número de los tres centenares de
chinos venidos a Tahití como braceros para trabajar en el campo, pero, por las malas
cosechas y la quiebra de algunos colonos, emigraron a Papeete, donde vivían dedicados al
pequeño comercio. El alcalde François Cardella había autorizado en el barrio la apertura
de fumaderos de opio, a los que tenían acceso sólo los chinos, pero, al poco tiempo de
instalarse allí, Paul se las arregló para colarse en un fumadero y fumar una pipa. La
experiencia no lo sedujo; el placer de los estupefacientes era demasiado pasivo para él,
poseído por el demonio de la acción.
En la pensión del barrio chino vivía con muy poco dinero, pero en una estrechez y
pestilencia —había chiqueros en torno y muy cerca estaba el camal, donde se beneficiaba
toda clase de animales— que le quitaban las ganas de pintar y lo empujaban a la calle. Iba
a sentarse en uno de los barcitos del puerto, frente al mar. Allí solía pasarse horas, con
un azucarado ajenjo y jugando partidas de dominó. El subteniente Jénot —delgado,
elegante, culto, finísimo— le dio a entender que vivir entre los chinos de Papeete lo
desprestigiaría ante los ojos de los colonos, algo que a Paul le encantó. ¿Qué mejor
manera de asumir su soñada condición de salvaje que ser despreciado por los popa'a, los
europeos de Tahití?
A Titi Pechitos no la conoció en alguno de los siete barcitos del puerto de
Papeete, donde los marineros, de paso iban a emborracharse y a buscar mujeres, sino en
la gran Plaza del Mercado, la explanada que rodeaba una fuente cuadrada, con una
pequeña verja, de la que surtía un lánguido chorrito de agua. Limitada por la rue Bonard y
la rue des Beaux—Arts y contigua a los jardines del ayuntamiento, la Plaza del Mercado,
corazón del comercio de alimentos, artículos domésticos y chucherías desde el amanecer
hasta la media tarde, se convertía de noche en el Mercado de la Carne, al decir de los
europeos de Papeete, que tenían de ese lugar visiones infernales, todas asociadas con la
licencia y el sexo. Hirviendo de vendedores ambulantes de naranjas, sandías, cocos,
piñas, castañas, dulces almibarados, flores y baratijas, con la oscuridad y al reflejo de
pálidos mecheros sonaban los tambores y se organizaban allí fiestas y bailes que
terminaban en orgías. Participaban en ellas no sólo los nativos; también, algunos europeos
de escasa reputación: soldados, marineros, mercaderes de paso, vagos, adolescentes
nerviosos. La libertad con que se negociaba y practicaba allí el amor, en escenas de
verdadera promiscuidad colectiva, entusiasmó a Paul. Cuando se supo que, además de
vivir entre chinos, era un asiduo visitante del Mercado de la Carne, la imagen del pintor
parisino recién avecindado en Papeete tocó fondo ante las familias de la sociedad
colonial. Nunca más fue invitado al Club Militar, donde lo llevó Jénot a poco de llegar, ni
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a ceremonia alguna que presidieran el alcalde Cardella o el gobernador Lacascade,
quienes lo habían recibido cordialmente a su llegada.
Titi Pechitos estaba aquella noche en el Mercado de la Carne ofreciendo sus
servicios. Era una mestiza de neozelandés y maorí que debió haber sido bella en una
juventud rápidamente quemada por la mala vida, simpática y locuaz. Paul pactó con ella
por una suma módica y se la llevó a su pensión. Pero la noche que pasaron juntos fue tan
grata que Titi Pechitos se negó a recibir su dinero. Prendada de él, se quedó a vivir con
Paul. Aunque prematuramente envejecida, era una gozadora incansable y en esos
primeros meses en Tahití lo ayudó a aclimatarse a su nueva vida y a combatir la soledad.
A poco de estar viviendo juntos, aceptó acompañado al interior de la isla, lejos de
Papeete. Paul le explicó que había venido a la Polinesia a vivir la vida de los nativos, no la
de los europeos, y que para eso era indispensable salir de la occidentalizada capital.
Vivieron unas semanas en Paea, donde Paul no se sintió del todo cómodo, y luego en
Mataiea, a unos cuarenta kilómetros de Papeete. Allí, alquiló una cabaña frente a la
bahía, desde la cual podía zambullirse en el mar. Tenía al frente una pequeña isla, y,
detrás, la alta empalizada de montañas de picos abruptos cargadas de vegetación. Nada
más instalados en Mataiea, empezó a pintar, con verdadera furia creativa. Y, a medida
que se pasaba las horas fumando su pipa y pergeñando bocetos o plantado frente a su
caballete, se desinteresaba de Titi Pechitos, cuya cháchara lo distraía. Luego de pintar,
para no tener que hablar con ella, pasaba el rato rasgueando su guitarra o entonando
canciones populares acompañado de su mandolina. «¿Cuándo se marchará?», se
preguntaba, curioso, observando el aburrimiento indisimulable de Titi Pechitos. No tardó
en hacerlo. Cuando él había ya terminado una treintena de cuadros y cumplía
exactamente ocho meses en Tahití, una mañana, al despertarse, encontró una nota de
despedida que era un modelo de concisión: «Adiós y sin rencores, querido Paul».
Lo apenó muy poco su partida; la verdad, la neozelandesa—maorí, ahora que
estaba dedicado a pintar, en vez de una compañía era un estorbo. Lo importunaba con su
charla; si no se iba, probablemente hubiera terminado echándola. Por fin pudo
concentrarse y trabajar con total tranquilidad. Luego de dificultades, enfermedades y
tropiezos, comenzaba a sentir que su venida a los Mares del Sur, en busca del mundo
primitivo, no había sido inútil. No, Paul. Desde que te enterraste en Mataiea, habías
pintado una treintena de cuadros, y, aunque no hubiera entre ellos una obra maestra, tu
pintura, gracias al mundo sin domesticar que te rodeaba, era más libre, más audaz. ¿No
estabas contento? No, no lo estabas.
A las pocas semanas de la partida de Titi Pechitos, comenzó a sentir hambre de
mujer. Los vecinos de Mataiea, casi todos maoríes, con los que se llevaba bien y a los que
a veces les invitaba en su cabaña un trago de ron, le aconsejaron que se buscara una
compañera en las poblaciones de la costa oriental, donde había muchachas ansiosas de
maridar. Resultó más fácil de lo que suponía. Fue, a caballo, en una expedición que
bautizó «en busca de la sabina», y en la minúscula localidad de Faaone, en una tienda a la
vera del camino donde se detuvo a refrescarse, la señora que atendía le preguntó qué
buscaba por aquellos lares.
—Una mujer que quiera vivir conmigo —le bromeo.
La señora, ancha de caderas, todavía agraciada, estuvo considerándolo un
momento, antes de volver a hablar. Lo escudriñaba como si quisiera leerle el alma.
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—Tal vez le convenga mi hija —le propuso al fin, muy seria—. ¿Quiere verla?
Desconcertado, Koke asintió. Momentos después, la señora volvió con
Teha'amana. Dijo que sólo tenía trece años, pese a su cuerpo desarrollado, de pechos y
muslos firmes, y unos labios carnosos que se abrían sobre una dentadura blanquísima.
Paul se acercó a ella, algo confuso. ¿Querría ser su mujer? La chiquilla asintió, riéndose.
—¿No me tienes miedo, a pesar de no conocerme? Teha'amana negó con la
cabeza.
—¿Has tenido enfermedades? —No.
—¿Sabes cocinar?
Media hora más tarde, emprendía el regreso a Mataiea seguido a pie por su
flamante adquisición, una bella lugareña que hablaba un francés dulce y que llevaba al
hombro todas sus pertenencias. Le ofreció subida a la grupa del caballo, pero la
muchacha se negó, como si le propusiera un sacrilegio. Desde ese primer día lo llamó
Koke. El nombre se extendería como la pólvora y poco después todos los vecinos de
Mataiea, y más tarde todos los tahitianos e incluso algunos europeos, lo llamarían así.
Muchas veces recordaría esos primeros meses de vida conyugal, a fines de 1892
y comienzos de 1893, con Teha'amana, en la cabaña de Mataiea, como los mejores que
pasó en Tahití, acaso en el mundo. Su mujercita era una fuente inagotable de placer.
Dispuesta a entregarse a él cuando la solicitaba, lo hacía sin remilgos, gozando también
con desenfado y una alegría estimulante. Además, era hacendosa —¡qué diferencia con
Titi Pechitos! y lavaba la ropa, limpiaba la cabaña y cocinaba con el mismo entusiasmo con
que hacía el amor. Cuando se bañaba en el mar o en la laguna, su piel azul se llenaba de
reflejos que lo enternecían. En su pie izquierdo, en vez de cinco tenía siete deditos; dos
eran unas excrecencias carnosas que avergonzaban a la muchacha. Pero a Koke lo
divertían y le gustaba acariciarlas.
Sólo cuando le pedía que posara tenían disgustos. Teha'amana se aburría inmóvil
mucho rato en una misma postura, y, a veces, con un mohín de fastidio se marchaba, sin
explicación. Si no hubiera sido por los crónicos problemas del dinero, que nunca llegaba a
tiempo y que, cuando llegaban las remesas que le enviaba su amigo Daniel de Monfreid a
raíz de la venta en Europa de algún cuadro, se le escurría entre los dedos, Koke se
hubiera dicho, en aquellos meses, que a la felicidad él por fin le pisaba los talones. Pero
¿para cuándo la obra maestra, Koke?
Después, con esa propensión suya a convertir las menudencias de la vida en
mitos, se diría que los tupapaus destruyeron su ilusión de estar casi tocando el Edén que
albergó en los primeros tiempos con Teha'amana. Pero a ellos, a esos demonios del
panteón maorí, les debías, también, tu primera obra maestra tahitiana: no te lamentes,
Koke. Llevaba ya casi un año aquí y no se había enterado todavía de la existencia de esos
espíritus malignos que se desprendían de los cadáveres para estropear la vida de los
vivientes. Supo de ellos por un libro que le prestó el colono más rico de la isla, Auguste
Goupil, y, vaya coincidencia, casi al mismo tiempo tuvo una prueba de su existencia.
Había ido a Papeete a averiguar, como de costumbre, si le había llegado alguna
remesa de París. Eran desplazamientos que procuraba evitar, pues el coche público
cobraba nueve francos por la ida y nueve por la vuelta, y, además, había aquel zangoloteo
en una ruta infame, sobre todo si estaba enfangada. Partió al alba, para regresar en la
tarde, pero un diluvio cortó el camino y el coche lo dejó en Mataiea pasada la
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medianoche. La cabaña estaba a oscuras. Era raro. Teha'amana no dormía jamás sin
dejar una pequeña lámpara encendida. Se le encogió el pecho: ¿se habría ido? Aquí, las
mujeres se casaban y se descasaban como quien cambia de camisa. Por lo menos en eso,
el empeño de los misioneros y pastores para que los maoríes adoptaran el modelo de la
estricta familia cristiana, era bastante inútil. En asuntos domésticos los nativos no
habían perdido del todo el espíritu de sus ancestros. Un buen día, el marido o la mujer se
mandaban mudar, ya nadie le sorprendía. Las familias se hacían y deshacían con una
facilidad impensable en Europa. Si se había ido, la echarías mucho de menos. A
Teha'amana, sí.
Entró a la cabaña, y, cruzado el umbral, buscó en sus bolsillos la caja de fósforos.
Encendió uno y, en la llamita amarillo azulada que chisporroteaba en sus dedos, vio
aquella imagen que nunca olvidaría, que los días y semanas siguientes trataría de
rescatar, trabajando en ese estado febril, de trance, en el que había pintado siempre
sus mejores cuadros. Una imagen que, pasado el tiempo, seguiría en su memoria como uno
de esos momentos privilegiados, visionarios, de su vida en Tahití, cuando creyó tocar,
vivir, aunque fuera unos instantes, lo que había venido a buscar en los Mares del Sur,
aquello que, en Europa, ya no encontraría nunca porque lo aniquiló la civilización. Sobre el
colchón, a ras de tierra, desnuda, bocabajo, con las redondas nalgas levantadas y la
espalda algo curva, media cara vuelta hacia él, Teha'amana lo miraba con una expresión
de infinito espanto, los ojos, la boca y la nariz fruncidos en una mueca de terror animal.
Sus manos se empaparon también de susto. Su corazón latía, desbocado. Debió soltar el
fósforo que le quemaba las yemas de los dedos. Cuando encendió otro, la chiquilla seguía
en la misma postura, con la misma expresión, petrificada por el miedo.
—Soy yo, soy yo, Koke —la tranquilizó, acercándose a ella—. No tengas miedo,
Teha'amana.
Ella rompió a llorar, con sollozos histéricos, y, en su murmullo incoherente, él
distinguió, varias veces, la palabra tupapau, tupapau. Era la primera vez que la oía, pero
antes la había leído. Su memoria retrotrajo, de inmediato, mientras, abrazada contra su
pecho, sentada en sus rodillas, Teha'amana se iba recobrando, que, en el libro Voyages
aux íles du Grand Océan (París, 1837), escrito por un antiguo cónsul francés en estas
islas, Antoine Moerenhout, figuraba la palabreja que ahora Teha'amana repetía de
manera entrecortada, reprochándole que la hubiera dejado a oscuras, sin aceite en la
lamparilla, conociendo su miedo a la oscuridad, porque en las tinieblas se aparecían los
tupapaus. Eso era, Koke: al entrar tú a la habitación a oscuras y encender el fósforo,
Teha'amana te tomó por un aparecido.
Así, pues, existían esos espíritus de los muertos, malignos de garras curvas y
colmillos de lobo que habitaban en los huecos, las cavernas, los escondrijos de la maleza,
los troncos excavados, y que salían de sus escondites a espantar a los vivos y
atormentados. Lo decía Moerenhout, en ese libro que te prestó el colono Goupil, tan
minucioso sobre los desaparecidos dioses y demonios de los maoríes, antes de que los
europeos llegaran hasta aquí y mataran sus creencias y costumbres. Y, acaso, hasta
hablaba de ellos, también, aquella novela de Loti que entusiasmó a Vincent y que por
primera vez puso en tu cabeza la idea de Tahití. No los habían desaparecido totalmente,
después de todo. Algo de ese hermoso pasado aleteaba bajo el ropaje cristiano que
misioneros y pastores les habían impuesto. No hablaban nunca de ello, y cada vez que
Koke trataba de sonsacar algo a los nativos sobre sus viejas creencias, el tiempo en que
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eran libres como sólo pueden sedo los salvajes, ellos lo miraban sin comprender. Se reían
de él, ¿de qué hablaba?, como si lo que sus ancestros hacían, adoraban y temían se
hubiera eclipsado de sus vidas. No era cierto; por lo menos ese mito todavía estaba vivo;
lo demostraba el murmullo quejumbroso de la muchacha que tenías en tus brazos:
tupapau, tupapau.
Sintió la verga tiesa. Temblaba de excitación. Advirtiéndolo, la chiquilla se
desplegó en el colchón con esa lentitud cadenciosa, algo felina, que tanto lo seducía e
intrigaba en las nativas, esperando que él se desnudara. Con fiebre en el cuerpo, se
tumbó junto a ella, pero, en vez de montarse encima, la hizo girar sobre sí misma y
quedar bocabajo, en la postura en que la había sorprendido. Tenía todavía en los ojos el
espectáculo imborrable de esas nalgas fruncidas y levantadas por el miedo. Le costó
trabajo penetrada —la sentía ronronear, quejarse, encogerse, y, por fin, chillar—, y,
apenas sintió su verga allí adentro, apretada y doliendo, eyaculó, con un aullido. Por un
instante, sodomizando a Teha'amana se sintió un salvaje.
A la mañana siguiente, con las primeras luces, comenzó a trabajar. El día estaba
seco y había ralas nubes en el cielo; dentro de poco estallaría a su alrededor una fiesta
de colores. Fue y se dio un chapuzón en la cascada, desnudo, recordando que, a poco de
llegar al lugar, un antipático gendarme llamado Claverie que lo vio chapoteando en el río
sin ropa lo multó por «ofender la moral pública». Tu primer encuentro con una realidad
que contradecía tus sueños, Koke. Se levantó y se preparó una taza de té,
atropellándose. Hervía de impaciencia. Cuando Teha'amana se despertó, media hora más
tarde, él estaba tan absorbido en sus bocetos y apuntes, preparando el cuadro, que ni
siquiera escuchó sus buenos días.
Estuvo una semana encerrado trabajando sin descanso. Sólo abandonaba el
estudio al mediodía, para comer unas frutas, a la sombra del frondoso mango que
flanqueaba la cabaña, o abrir una lata de conserva, y continuaba hasta el declive de la
luz. El segundo día, llamó a Teha'amana, la desnudó y la hizo tumbar sobre el colchón, en
la postura en que la había descubierto cuando ella lo tomó por un tupapau. De inmediato
comprendió que era absurdo. La muchacha jamás podría volver a representar lo que él
quería volcar en el cuadro: ese terror religioso venido desde el pasado más remoto, que
la hizo ver aquel demonio, un miedo tan poderoso que corporizó al tupapau. Ahora, la
chiquilla se reía o aguantaba la risa, tratando de devolver a su cara una expresión
miedosa, como él le suplicaba que hiciera. Tampoco su cuerpo reproducía esa tensión, ese
arqueo de la columna que enderezaba sus nalgas de la manera más lujuriosa que Koke vio
jamás. Era estúpido pedirle que posara. Los materiales estaban en su memoria, esa
imagen que él volvía a ver cada vez que cerraba los ojos y ese deseo que lo llevó, aquellos
días, mientras pintaba y retocaba Manao tupapau, a poseer a su vahine cada noche, y
alguna vez también en el día, en el estudio. Pintándolo, sintió, como pocas veces antes,
qué cierto estaba cuando a esos jóvenes de la pensión Gloanec que lo escuchaban con
fervor y se decían sus discípulos allá en Bretaña, les aseguraba: «Para pintar de verdad
hay que sacudirse el civilizado que llevamos encima y sacar al salvaje que tenemos
dentro».
Sí: éste era un verdadero cuadro de salvaje. Lo contempló con satisfacción cuando
le pareció terminado. En él, como en la mente de los salvajes, lo real y lo fantástico
formaban una sola realidad. Sombría, algo tétrica, impregnada de religiosidad y de
deseo, de vida y de muerte. La mitad inferior era objetiva, realista; la superior,
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subjetiva e irreal, pero no menos auténtica que la primera. La niña desnuda sería obscena
sin el miedo de sus ojos y esa boca que comenzaba a deformarse en mueca. Pero el miedo
no disminuía, aumentaba su belleza, encogiendo sus nalgas de manera tan insinuante. Un
altar de carne humana sobre el cual oficiar una ceremonia bárbara, en homenaje a un
diosecillo pagano y cruel. Y, en la parte superior, el fantasma, que, en verdad, era más
tuyo que tahitiano, Koke. No se parecía a esos demonios con garras y colmillos de dragón
que describía Moerenhout. Era una viejecita encapuchada, como las ancianas de Bretaña,
siempre vivas en tu recuerdo, mujeres intemporales que, cuando vivías en Pont-Aven o en
Le Pouldu, te encontrabas por los caminos del Finisterre. Daban la impresión de estar ya
medio muertas, afantasmándose en vida. Pertenecían al mundo objetivo, si era preciso
hacer una estadística, el colchón negro retinto como los cabellos de la niña, las flores
amarillas, las sábanas verdosas de corteza batida, la almohada verde pálida y la
almohada rosa cuyo tono parecía haber contagiado el labio superior de la chiquilla. Este
orden de la realidad tenía su contrapartida en la parte superior: allí las flores aéreas
eran chispas, destellos, bólidos fosforescentes e ingrávidos, flotando en un cielo malva
azulado en el que los brochazos de color sugerían una cascada lanceolada.
La fantasma, de perfil, muy quieta, apoyaba la espalda en un poste cilíndrico, un
tótem de formas abstractas finamente coloreadas, con tonos rojizos y un azul vidriado.
Esta mitad superior era una materia móvil, escurridiza, inaprensible, que, se diría, podía
desvanecerse en cualquier instante. De cerca, la fantasma lucía una nariz recta, labios
tumefactos y el gran ojo fijo de los loros. Habías conseguido que el conjunto tuviera una
armonía sin cesuras, Koke. Emanaba de él la música del toque de difuntos. La luz
transpiraba del amarillo verdoso de la sábana y del amarillo, con celajes naranja, de las
flores.
—¿Qué nombre le debo poner? —preguntó a Teha'amana, después de barajar
muchos y descartados todos.
La chiquilla reflexionó, grave. Después, asintió, aprobándose: «Manao tupapau».
Le costó trabajo, por las explicaciones de Teha'amana, entender si la traducción
correcta era «Ella piensa en el espíritu del muerto» o «El espíritu del muerto la
recuerda». Esa ambigüedad le gustó.
Una semana después de terminar su obra maestra seguía retocándola, y se pasaba
horas enteras delante de la tela, en observación. ¿Lo habías conseguido, no, Koke? El
cuadro no revelaba una mano civilizada, europea, cristiana. Más bien, la de un ex europeo,
ex civilizado y ex cristiano que, a costa de voluntad, aventuras y sufrimiento, había
expulsado de sí la afectación frívola de los decadentes parisinos, y regresado a sus
orígenes, ese esplendoroso pasado en el que religión y arte, esta vida y la otra, eran una
sola realidad. Las semanas que siguieron a Manao tupapau fueron de una serenidad de
espíritu que Paul no disfrutaba hacía tiempo. De la manera misteriosa en que se iban y
venían, esas llagas que aparecieron en sus piernas poco antes de dejar Europa, un par de
años atrás, se habían borrado. Pero él, por precaución, se seguía poniendo las compresas
de mostaza y vendándose las pantorrillas, como le recetó el doctor Fernouil, en París, y
le aconsejaron los médicos del Hospital Vaiami. Hacía tiempo que no padecía esas
hemorragias por la boca que le vinieron a poco de llegar a Tahití. Seguía tallando
pequeñas piezas de madera, inventándose dioses polinesios, a partir de los dioses
paganos de su colección de fotografías, sentado a la sombra del gran mango, haciendo
bocetos y emprendiendo nuevos cuadros que abandonaba apenas iniciados. ¿Cómo pintar
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algo después de Manao tupapau? Tenías razón, Koke, cuando perorabas, allá en Le Pouldu,
en Pont-Aven, en el Café Voltaire de París, o discutías con el Holandés Loco, en Arles,
que pintar no era cuestión de oficio sino de circunstancias, no de destreza sino de
fantasía y entrega vital. «Como entrar a La Trapa, a vivir sólo para Dios, hermanos.» La
noche del susto de Teha'amana, te decías, se rasgó el velo de lo cotidiano y surgió una
realidad profunda, donde podías trasladarte a los albores de la humanidad y codearte
con los ancestros que daban sus primeros pasos en la historia, en un mundo todavía
mágico, de dioses y demonios entremezclados con las gentes.
¿Se podía fabricar artificialmente esas circunstancias en que se rompían las
barreras del tiempo, como la noche del tupapau? Intentando averiguarlo, preparó aquella
tamara’a en la que, en uno de esos actos irreflexivos que jalonaban su vida, gastó buena
parte de una importante remesa (ochocientos francos) que le hizo llegar Daniel de
Monfreid, producto de la venta de dos de sus cuadros bretones a un armador de
Rotterdam. Apenas tuvo en sus manos el dinero, comunicó sus planes a Teha'amana:
invitarían a muchos amigos, cantarían, comerían, bailarían y se embriagarían a lo largo de
toda una semana.
Fueron donde el almacenero de Mataiea, el chino Aoni, a cancelar la deuda
acumulada. Aoni, oriental gordo, de párpados caídos de tortuga, que se abanicaba con un
pedazo de cartón, miró maravillado el dinero que ya no esperaba cobrar. Koke, en un
despliegue de magnificencia, hizo una impresionante provisión de latas de conservas,
carne de vaca, quesos, azúcar, arroz, frijoles y bebidas: litros de clarete, botellas de
ajenjo, garrafas de cerveza y de ron licuado en los ingenios de la isla.
Invitaron una decena de parejas de nativos de los alrededores de Mataiea, y
algunos amigos de Papeete, como el subteniente Jénot, los Orollet y los Suhas,
funcionarios de la administración colonial. El discreto y amable Jénot se presentó, como
siempre, cargado de viandas y bebidas que sacaba a precio de costo del bazar militar. La
tamara’a, comida a base de pescados, papas y legumbres cocidos en la tierra, donde
permanecían envueltos en hojas de banano, con piedras ardientes, resultó deliciosa.
Cuando terminaron de comer, atardecía y el sol era un bólido de fuego hundiéndose en
los relampagueantes arrecifes. Jénot y las dos parejas de franceses se despidieron,
pues querían retornar a Papeete el mismo día. Koke bajó sus dos guitarras y su mandolina
y entretuvo a sus invitados con canciones bretonas y algunas de moda en París. Mejor
quedarse rodeado de nativos. La presencia de los europeos era siempre un freno,
impedía a los tahitianos dar rienda suelta a sus instintos y divertirse de verdad. Lo había
comprobado desde sus primeros días en Tahití, en los bailes de los viernes, en la Plaza
del Mercado. La diversión sólo empezaba a fondo cuando los marineros debían retornar a
sus barcos, los soldados al cuartel, y quedaba en el lugar una muchedumbre casi sin popa
a. Sus amigos de Mataiea estaban bastante borrachos, hombres y mujeres. Bebían ron
con cerveza o con jugos de frutas. Algunos bailaban, otros cantaban canciones
aborígenes, en grupo y de manera acompasada. Koke ayudó a encender la fogata, no lejos
del gran mango, a través de cuyas ramas tentaculares, cargadas de verdura, titilaban las
estrellas en un cielo añil. Entendía ya bastante el maorí tahitiano, pero no cuando
cantaban. Muy cerca del fuego, bailando con los pies en el sitio, meneando las caderas,
las pieles en incandescencia por los reflejos de las llamas, estaba Tutsitil, dueño del
terreno donde había construido su cabaña, y su mujer Maoriana, todavía joven, algo
rolliza, cuyos muslos elásticos asomaban a través del floreado pareo. Tenía la típica
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pierna tahitiana, cilíndrica, aposentada en esos grandes pies planos que se confundían
con la tierra. Paul la deseó. Fue y trajo cerveza mezclada con ron y les ofreció de beber
y bebió y brindó, abrazado a ellos, siguiendo con un murmullo la canción que entonaban.
Los dos nativos estaban ebrios.
—Vamos a desnudamos —dijo Koke—. ¿Acaso hay mosquitos?
Se quitó el pareo que le cubría la parte inferior del cuerpo, y quedó desnudo, con
la verga medio erecta muy visible en el flaco resplandor de la fogata. Nadie lo imitó. Lo
miraban con indiferencia o curiosidad, pero no se sentían concernidos. ¿A qué tenían
miedo, zombies? Nadie le respondió. Seguían bailando, cantando o bebiendo, como si él
no estuviera allí. Bailó junto a sus vecinos, tratando de imitar sus movimientos —ese
imposible revolar de las caderas, ese acompasado brinquito de los dos pies con las
rodillas golpeándose entre sí—, sin conseguirlo, aunque lleno de euforia y optimismo. Se
había introducido entre Tutsitil y Maoriana como una cuña, y ahora se pegaba mucho a la
mujer, tocándola. La cogió de la cintura, y la empujó, despacio, con su cuerpo, alejándola
del círculo que iluminaba la fogata. Ella no opuso resistencia, ni cambió de expresión.
Parecía no advertir la presencia de Koke, como si bailara con el aire o una sombra.
Forcejeando un poco, la hizo deslizarse hasta el suelo, sin pronunciar palabra ninguno de
los dos. Maoriana dejó que la besara pero no lo besó; canturreaba entre dientes,
mientras él le abría la boca con su boca. La amó con los nervios enervados por esa
melopea que ahora entonaban los invitados todavía en pie, haciendo una ronda en torno al
fuego.
Cuando despertó, uno o dos días más tarde —imposible recordado—, con los
dardos del sol en los ojos, tenía picaduras en el cuerpo y sospechaba haber llegado por
sus propios medios hasta su cama. Teha'amana, medio cuerpo fuera de la sábana,
roncaba. Sentía el aliento espeso y picante por la mezcla de alcoholes y un malestar
generalizado. «¿Debo quedarme o regresar a Francia?», pensó. Llevaba un año en Tahití
Y tenía cerca de sesenta telas pintadas, además de innumerables bocetos y dibujos, y
una docena de tallas en madera. Y lo más importante: una obra maestra, Koke. Regresar
a París y hacer una exposición con lo más selecto de este año de trabajo en la Polinesia.
¿No era tentador? Los parisinos quedarían boquiabiertos con esa explosión de luz, de
paisajes exóticos, con ese mundo de hombres y mujeres al natural, orgullosos de sus
cuerpos y de sus sentidos, abrumados por esas formas audaces y las arriesgadas
combinaciones de colores que convertían en travesuras los juegos impresionistas. ¿Te
animas, Koke?
Cuando Teha'amana se despertó y fue a preparar una taza de té, él estaba
inmerso en un sueño lúcido, los ojos muy abiertos, gozando de sus triunfos: los artículos
exultantes en periódicos y revistas, los galeristas dando brincos por la manera como los
entendidos se disputaban sus cuadros, ofreciendo precios demenciales que ni Monet,
Degas, Cézanne, el Holandés Loco ni Puvis de Chavannes alcanzaron jamás. Paul
disfrutaba de la gloria y la fortuna que dispensa Francia a los famosos, con elegancia, sin
envanecerse. A los colegas que dudaron de él, les refrescaba la memoria: «Les dije cuál
era el método, ¿no lo recuerdan, amigos?». A los jóvenes los ayudaba con
recomendaciones y consejos.
—Estoy embarazada —le dijo Teha'amana, cuando volvió con las tazas de té
humeante—. Tutsitil y Maoriana vinieron a preguntar si, ahora que has recibido dinero,
les devolverás lo que te prestaron.
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Les pagó a ellos y a otros vecinos lo que les debía, pero entonces descubrió que
todo lo que le restaba de la remesa de Daniel de Monfreid eran cien francos. ¿Cuánto
tiempo les permitiría comer? Ya casi no tenía telas ni bastidores, las cartulinas se habían
agotado e incluso le quedaban apenas unos pocos tubos de pinturas. ¿Retornar a Francia,
Paul? En el estado en que te encontrabas, y con ese futuro sombrío, ¿podías aún sacar
provecho de Tahití? Por lo demás, si querías volver a Europa, era preciso actuar de
inmediato. No había la menor posibilidad de que pudieras costearte el pasaje. El único
modo, hacerte repatriar. Tenías derecho, según la ley francesa. Pero, ya que del derecho
al hecho había mucho trecho, era urgente que Monfreid y Schuffenecker, allá en París,
hicieran gestiones con el Ministerio. Mientras se movían y te llegaba la respuesta oficial,
seis meses u ocho, al menos. Manos a la obra, sin pérdida de tiempo.
Ese mismo día, el cuerpo todavía descompuesto por lo bebido en la tamara’a,
escribió a sus amigos urgiéndolos a hacer gestiones en el Ministerio, para que el director
de Bellas Artes (¿seguía siéndolo monsieur Henri Roujon, que le había dado unas cartas
de presentación cuando se vino a Tahití?) consintiera en repatriado. Escribió también a
éste una larga carta, justificando su pedido por motivos de salud y de total insolvencia,
y, por fin, una carta a su esposa legítima, Mette, en Copenhague, anunciándole que se
verían dentro de unos meses, pues había decidido regresar a Francia, a mostrar el
resultado de su trabajo en los Mares del Sur. Sin comunicar sus planes a Teha'amana, se
vistió y partió a Papeete a despachar las cartas. Correos, en la principal calle de la
capital, la rue de Rivoli, enmarcada por altos árboles frutales y las grandes casas de los
principales, estaba a punto de cerrar. El más viejo de los empleados (¿Foncheval o
Fonteval?) le dijo que la correspondencia partiría dentro de poco por la ruta de
Australia, el Kerrigan se alistaba a zarpar. Aunque más larga, era más segura que la de
San Francisco, pues no había en ella tantos transbordos, donde se extraviaban los
envíos.
Fue a beber un trago en un bar del puerto. Había tomado la decisión de regresar
a París apenas pasado un año de su llegada y no daría marcha atrás, pero no se sentía
cómodo consigo mismo. Hablando claro, se trataba de una fuga, a consecuencia de una
derrota. Con el Holandés Loco, allá en Ades, y en Bretaña, y en París, con Bernard, con
Morice, con el buen Schuff, en todas las conversaciones y sueños sobre la necesidad de
partir en busca de un mundo todavía virgen, no capturado por el arte europeo, una
consideración central había sido, también, huir de la maldita odisea diaria para conseguir
dinero, de la angustia cotidiana para sobrevivir. Vivir al natural, de la tierra, como los
primitivos —los pueblos sanos—, había impulsado su aventura de Panamá y la Martinica, y
luego lo llevó a hacer averiguaciones sobre Madagascar y Tonkin, antes de decidirse por
Tahití. Pero, en contradicción con tus sueños, aquí tampoco se podía vivir «al natural»,
Koke. No se podía vivir sólo de cocos, mangos y bananas, lo único que ofrecían
graciosamente las ramas de los árboles. Y, aun así, las rojas bananas sólo crecían en las
montañas, y había que escalar empinados cerros para poder arrancadas. Tú no
aprenderías nunca a cultivar la tierra, porque quienes lo hacían dedicaban a ese quehacer
un tiempo que a ti te hubiera privado de pintar. De modo que, aquí también, pese a su
paisaje y a sus nativos, pálido reflejo de lo que fue la fecunda civilización maorí, el
dinero presidía la vida y la muerte de las personas, y condenaba a los artistas a
esclavizarse al dios Mamón. Si no querías morirte de hambre, tenías que comprar latas
de conservas a los mercaderes chinos, gastar, gastar un dinero que tú, incomprendido y
Mario Vargas Llosa El Paraíso en la otra esquina
23
rechazado por los despreciables esnobs que dominaban el mercado del arte, no tenías ni
tendrías nunca. Pero, bueno, habías sobrevivido, Koke, pintado, enriquecido tu paleta con
estos colores, y conforme a tu divisa —«el derecho a osado todo»—, corrido todos los
riesgos, como los grandes creadores.
Confesarías a Teha'amana tus planes de retorno a Francia sólo en el último
momento. Eso se terminaba, también. Debías estar agradecido a esta chiquilla. Su
cuerpecito joven, su languidez, su espíritu despierto, te habían hecho gozar,
rejuvenecer, ya ratos sentirte un primitivo. Su viveza natural, su diligencia, su docilidad,
su compañía te hicieron la vida llevadera. Pero el amor estaba excluido de tu existencia,
obstáculo insalvable para tu misión de artista, pues aburguesaba a los hombres. Ahora,
con esa semilla tuya en las entrañas, la chiquilla comenzaría a hincharse, se volvería una
de esas nativas adiposas, monstruosas, por la que tú, en vez de afecto y deseo, sentirías
repulsión. Mejor cortar esa relación antes que terminara de mala manera. ¿Y el hijo o la
hija que tendrías? Bueno, sería un bastardo más en este mundo de bastardos.
Racionalmente, estabas convencido de obrar bien, regresando a Francia. Pero algo en ti
no lo creía, pues los ocho meses siguientes, hasta que, en junio de 1893, te embarcaste
por fin en el DuchaffaulT rumbo a Noumea, primer tramo de tu retorno a Europa, te
sentiste ansioso, disgustado, temeroso de cometer un grave error.
Hizo muchas cosas en esos ocho meses, pero una de las veces que creyó que
podía volver a pintar una segunda obra maestra tahitiana, se equivocó. Fue de Mataiea a
Papeete a ver si le habían llegado cartas y alguna remesa, y en la ciudad había una
conmoción en casa de su amigo Aristide Suhas, porque su hijito de año y ocho meses se
moría. Llegó cuando el niño acababa de fallecer, de una infección intestinal. Al ver al niño
muerto, la carita afilada, la tez cerúlea, sintió el excitante cosquilleo. Sin vacilar,
simulando una congoja que no sentía, abrazó a Aristide y a madame Suhas y les propuso
pintar un retrato del niño fallecido y ofrecérselo. Marido y mujer se miraron con los
ojos llorosos, y accedieron: sería una manera más de conservarlo junto a ellos.
Hizo de inmediato unos bocetos, siguió haciéndolos durante el velatorio, y luego
lo pintó en una de sus últimas telas, con precaución y detallismo. Examinó mucho la cara
de ese niño de ojos cerrados y manitas juntas, aferrando un rosario, que expresaba el
instante mismo del tránsito. Pero, cuando le llevó el cuadro, en vez de agradecerle el
regalo, madame Suhas se enojó. Jamás admitiría en su casa aquel retrato.
—Pero ¿qué hay de ofensivo en él? —inquirió Koke, no del todo insatisfecho con la
reacción de la esposa del colono.
—Éste no es mi niño. Es un chinito, uno de los amarillos que han comenzado a
invadimos. ¿Qué le hemos hecho a usted para que se burle de nuestro dolor, poniendo a
nuestro ángel una cara de chino?
Como no pudo contener la risa, los Suhas lo echaron de la casa. De regreso a
Mataiea, contempló el retrato con ojos nuevos. Sí, sin darte cuenta, lo habías
orientalizado. Entonces, rebautizó a su flamante creación con un nombre mítico maorí:
Retrato del príncipe Atiti.
Algún tiempo después, al notar que, pese a haber pasado cuatro meses del día en
que le anunció su embarazo, el vientre de Teha'amana no crecía, se lo comentó.
—Tuve una hemorragia y lo perdí —dijo ella, sin interrumpir el zurcido—. Me
olvidé de contarte.

ENLACE CAPITULOS SIGUIENTES:

Nota :Todas las semanas iré incluyendo 2 capítulos del libro "El Paraíso en la otra esquina-Mario Vargas Llosa. (Podreis buscarlo en la columna de la izquierda del blog en MIS ENTRADAS-Novela.Marian.


Ditulis Oleh : Unknown // 2:02 AM
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